Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

viernes, 31 de diciembre de 2010

Sobre la ideología en Marx (I)
Borja Lucena


La teoría de Marx sobre la ideología ha sido sucintamente expresada en una fórmula compacta, precisa y comprensible: la ideología es falsa conciencia. Sin embargo, encuentro algún problema a la hora de aceptarla sin más. La primera de ellas es que, en mis lecturas de las obras de Marx aún no he encontrado dicha expresión. Seguiré buscando. Además, como toda fórmula, bajo esa primera presentación tan plausible se esconde un no se qué que me hace complicado saber en qué consiste exactamente tener falsa conciencia. ¿Qué significa? ¿En qué sentido la conciencia puede ser falsa? ¿Por serlo ella misma? ¿Por representar la realidad de modo inadecuado? ¿Es falsa la conciencia o su representación? En lo que sigue intentaré, prescindiendo de fórmulas, aclararme alguno de los aspectos que me pueda hacer más comprensible qué es la ideología según el judío alemán.

No encuentro mejor comienzo a mi propósito que tratar de localizar qué piensa Marx cuando habla de "conciencia", de "ideas" o de "pensamiento". Según una célebre aseveración, Marx estableció que la conciencia está determinada por el ser. La conciencia surge, según esto, como modo de respuesta ante el ser material y social, lo que quiere decir que, después de haber sido contemplados en la tradición anterior como lo substantivo en el hombre, la conciencia y el pensamiento son desplazados al lugar de mero predicado -entre otros predicados- atribuible al ser vivo material que llamamos "hombre".
La conciencia no puede ser nunca otra cosa que el ser consciente, y el ser de los hombres es un proceso de vida real.
Caracterizar al hombre por su pensamiento es, según Marx, un equívoco, porque el pensamiento se genera en - y subordina a- la vida concreta y física. La realidad del ser humano es su vida como tal, y lo que lo distingue del resto de los animales no es el ser capaz de pensamiento acerca de lo circundante, sino estar situado en una posición peculiar y excéntrica -desde la perspectiva del animal- con respecto a ello: el hombre es el animal que, a diferencia del resto, no se limita a hallar unas condiciones materiales de vida, sino que las produce; no encuentra un mundo, sino que lo construye; no se encuentra en el mundo, sino que se produce a sí mismo al construir un mundo en que acogerse.
Lo que son coincide, por consiguiente, con su producción, tanto con lo que producen como con el modo cómo lo producen. Lo que los individuos son depende, por tanto, de las condiciones materiales de su producción.
LA IDEOLOGÍA ALEMANA
Antes que por su pensamiento, el hombre se singulariza por la producción material de sus propias condiciones de vida, y, a través de ella, por la producción de su propia vida. El hombre es el ser que se hace a sí mismo, y, ante esto, el concebirlo como ser que piensa es para Marx de una indeterminación y abstracción considerables. El hombre es, antes que cualquier otra cosa, productor, demiurgo. La distancia abierta aquí con respecto a anteriores concepciones de lo humano fue notable, y sus resonancias en la posteridad serían abrumadoras: El hombre es por sí mismo trabajador, y su actividad específica es la toma del mundo como material de trabajo con el que construir la obra del hombre, la realidad perfectamente ajustada a las exigencias de lo humano.
Dificultad: El hombre produce su mundo a través del trabajo sobre la materia existente. No obstante, el hombre es hecho, es modelado y conformado, por la disposición de sus condiciones materiales de existencia y de producción. El mundo, en este sentido, hace al hombre, detalla su consistencia genérica e individual. ¿Cómo escapar a este círculo? ¿Dónde hallar principio? ¿Qué es lo productor y qué lo producido?

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Verdad y Mentira.
Borja Lucena

Uno de los asuntos que más nos han ocupado últimamente, casi como una obsesión repetida, ha sido el de la posibilidad y consistencia de la verdad. Yo he defendido que lo verdadero es un horizonte que permite ofrecer dirección y sentido al pensamiento, un horizonte sin el cual se me antoja que la mente se escurre ingrávida como un fluido sin color ni forma; además, también he defendido que una dimensión permanente de la sensibilidad y el pensamiento es la de alcanzar las cosas, los hechos, las acciones y sucesos que jalonan el marco mundano en el que habitamos; no sé si fatalidad o liberación, pero creo que contamos con el poder, incierto y a menudo desdibujado, de desvelar lo que existe -lo que quiere decir: interpretarlo- y nos acompaña en nuestro deambular. Aun así, es tangible la fragilidad de ése nuestro poder, y nuestra torpeza para acertar en su uso. Tenemos el poder de lo verdadero, pero la mayor parte de las veces somos incapaces de distinguirlo del deseo o la vanidad de fijar una verdad. Esto último, además, suele estar presente tanto en los que afirman como los que niegan que haya algo así como verdad.

Defiendo que sin apertura a las cosas, sin reconocimiento de hechos de magnífica otredad con respecto al yo, el pensamiento ceja en un empeño fundamental: el de dar y darse cuenta del mundo. Es cierto que el asunto es de una complejidad endemoniada, y es cierto que nuestros intentos, al final, se convertirán en vanos, pero creo que mi idea de la verdad cuenta, al menos, con algunos apoyos sin los cuales se me haría difícil simplemente hablar:

En primer lugar, no me parece que la existencia de hechos sean en sí misma opinable; podemos reconocerlos o no, y podemos ofrecerles interpretaciones diversas, pero pasan cosas, hay sucesos y sucederes, acciones y palabras que, sin más, ocurren. Por otro lado, no creo que los hechos sean insignificantes o superfluos respecto al lenguaje, ya que lo que hablamos nace y adquiere consistencia porque algo ocurrió.

Lo anterior no quiere decir que lo verdadero sea simple, o unívoco; evidentemente, hablamos de la verdad de muchas formas, y sería absurdo suponer que toda verdad consiste meramente en adecuar el pensamiento a una cosa. Junto a la apertura a los hechos del mundo, existe una apertura a los hechos y acciones humanas que no consiste en señalar un objeto al que adherirse como guía de lo verdadero. El mundo de los asuntos humanos consiste en deseos, consiste en intereses y realidades de luz y sombra que no se reducen a la piedra de toque de la representación ajustada. Para ofrecer un concepto plausible de verdad, sería necesario contar con que existe una diversidad radical de hechos que no pueden ser encerrados en una clase homogénea. La existencia del mundo y lo que en él acaece, no obstante, sigue siendo el gran desencadenante.

En segundo lugar, sólo la asunción de que nos entienden nos conduce al habla. Todo diálogo, toda conversación banal se asienta en la presunción de compartir un mundo y unos hechos que en él se dan. Incluso cuando la conversación no trata hechos. Sin existencia compartida no hay lugar para el lenguaje. Hablar significa participar en verdades que se dan en el lenguaje y en él se reconocen de una u otra forma. Mostrar no quiere decir señalar, sino dar y pedir comprensión acerca de. La primera regla del diálogo es que haya algo acerca de lo que hablar, algo que, a la vez, se alcanza y se mantiene siempre inalcanzable, algo que en las palabras no sólo es palabra.

En tercer lugar, más allá que algo a ser adquirido, la verdad es seguramente una suerte de compromiso ético que exige no abandonarse a la ocurrencia, no dejarse mecer en el suave viento de las primeras opiniones que uno en su cabeza encuentra. En este sentido, la realidad es regla aristocrática, el esfuerzo de someterse a un poder extraño para escapar a la complacencia y la confortable dulzura del yo. La realidad representa en el pensamiento el poder corrosivo de lo negativo, de lo que no se deja reducir a explicación. Sin su presencia, moriríamos por consunción, tornaríamos pensamiento ahogado en pensamiento. Sin un horizonte de verdad ajeno al propio deseo, ajeno a la utilidad o a la eficiencia de la convicción, ajeno al hechizo de la propia representación y a la tentación de la autorreferencia, suprimimos la posibilidad de la crítica, la posibilidad del error o la mentira; y, en este sentido, antes que la verdad, lo que sostiene cualquier conversación es la posibilidad de mentir.

Al hablar de lo verdadero se hace más urgente reafirmar que nuestro destino no es otra cosa que el fragmento. También que la razón sin ironía es una potencia terrible y profundamente antipática. Por eso traigo conmigo un fragmento de Josep Pla que me ha empujado a escribir lo anterior. Pertenece al "Cuaderno gris", si no recuerdo mal a una anotación del 10 de agosto de 1918:
El drama literario es siempre el mismo: es mucho más difícil describir que opinar. Infinitamente más. En vista de lo cual todo el mundo opina.