Pero aún así, pese a las cadenas, el hombre sigue siendo libre y esta libertad es también el fundamento de la perfectibilidad humana: podemos permanecer corrompidos o perfeccionarnos. Porque somos libres organizamos nuestra vida dándole la espalda a nuestra naturaleza corrompiéndonos o, por el contrario ponemos la razón a su servicio mejorándola. Se puede caricaturizar a Rousseau, como ya lo hizo Voltaire, y señalar que esta vuelta a la naturaleza que está pidiendo el ginebrino no es más que una recuperación de nuestra animalidad más simple, un ponernos de nuevo a cuatro patas, afirmaba. Pero lo cierto es que el bueno de Rousseau, en su simpleza, decía cosas mucho más profundas. Cuando nos habla de la intimidad natural humana, habla de la existencia de dos sentimientos innatos: el amor propio y la piedad natural. El primero de ellos consiste en el cuidado de sí, mientras que el segundo apunta al cuidado de lo que nos rodea, de quienes nos rodean. De esta forma, actuamos libremente en la dirección de nuestra propia perfección cuando cuidamos de nosotros mismos al tiempo que cuidamos de los demás, y nos corrompemos cuando disponemos nuestras potencias racionales y nuestras acciones para otros fines alejados de nuestra naturaleza, alejándonos de la perfección de nuestro espíritu.
Pues bien, en cada decisión que tomamos nos jugamos esta perfectibilidad, la posibilidad de ser mejores o de empeorándonos corrompiéndonos y encadenándonos. Una de las novelas que mejor describe esta situación, y que leí hace tiempo, es la de Javier Cercas, "Soldados de Salamina". La historia de Cercas reflexiona, precisamente, en torno a la cuestión de la heroicidad, o si se quiere, por no darle el tono épico que conlleva la palabra "héroe", reflexiona en torno a lo que hace que alguien sea simplemente una buena persona. Para quien no haya leído el libro, describe la historia fingida de un periodista que trata de escribir la historia del frustrado asesinato de Sánchez Mazas, el ideólogo de la Falange, por parte de soldados republicanos en el final de la Guerra Civil; Cercas cuenta cómo Mazas pudo escapar de su destino gracias a que un soldado dejó que se marchara encubriendo su huída frente a sus compañeros. El periodista, también llamado Javier Cercas, da finalmente con Miralles, un viejo excombatiente de Lister, en un asilo del sur de Francia. Hábilmente, el escritor deja ver que en aquel viejo, ahora un poco amargado por el declive inevitable de su vida, late un gran tipo o un héroe, como se prefiera. La razón de esta distinción radica en que Miralles fue el soldado que, hace años, pudo encañonar a Mazas engordando un poco más la lista de muertos de la guerra, pero no lo hizo. Y no lo hizo sencillamente porque no quiso hacerlo. Era un soldado de Lister, comunista y posiblemente estalinista, seguramente acostumbrado a ver sangre, curtido en la batalla, pero le pareció que matar a un hombre asustado y en retirada, cumpliendo, eso sí, con las órdenes de la sociedad a la que creía servir, simplemente no estaba bien. Frente a la razón de la guerra que impone la muerte del enemigo, el soldado eligió el cuidado.
Hoy se conmemora un hecho funesto de la democracia española; hace treinta años que una parte del ejército se levantó en armas contra la constitución y contra el pueblo, creyendo que así salvaguardaba las esencias más profundas de España. Pero el golpe fracasó, y lo hizo en buena medida porque hubo mucha gente que, en aquel momento, en lugar de obedecer las órdenes impuestas por el régimen militar naciente, actuó, jugándose la vida, desde el amor propio y el cuidado de los demás. Estoy pensando fundamentalmente en los periodistas que dejaron de ser funcionarios al servicio del estado, de cualquier estado, o meros registradores de la realidad, para actuar como hombres libres buscando su perfección y su futuro. Por ejemplo, los trabajadores de Televisión Española que, después de ordenarles los militares el cierre de las emisiones, siguieron transmitiendo. O la redacción de El País o Diario16 con sus ya famosos titulares: "El País con la Constitución" y "Fracasa el golpe de estado", ambos cargados de ironía, ambos imposibles de ser considerados mero reflejo de la realidad. Titulares que, lejos de una consideración del lenguaje como descripción del mundo, convertían las palabras en acciones contundentes, tan reales como quien da un puñetazo en la mesa; palabras que se erigían como verdaderas acciones políticas. Y, como ya sabía Rousseau, la acción política, la razón encarnada en los hombres que diría Hegel, puede estar tanto al servicio de la corrupción y el mantenimiento de la injusticia, como al servicio de la virtud y la libertad. No ocurre, como creen algunos, que la defensa de la libertad es racional, mientras que la injusticia y la opresión es irracional. En el primer caso, los periodistas corrompidos y envilecidos, con su pluma al servicio de intereses económicos o de partidos políticos, terminan por convertirse en hombres corrompidos de difícil recuperación. En el segundo caso, hablamos de periodistas con un profundo amor propio que entienden bien que la virtud está en el cuidado, cuidado de uno mismo y cuidado de los demás; algo así como la "sorge" heideggeriana. Estos periodistas tuvieron la oportunidad impagable, oportunidad que no se nos presenta a todos tan nítidamente, de elegirse a ellos mismos convirtiéndose, como Miralles, en buenos tipos, o elegir ser una pieza más en el poderoso engranaje del poder envileciéndose.
Tal vez en lo que se equivocaba Rousseau es en el orden de los adjetivos al comienzo de su Contrato, y debería haber escrito “El hombre nace encadenado pero en todas partes late la posibilidad de ser libre”.