Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

miércoles, 26 de diciembre de 2012

El arte, según el ángel de la historia
Borja Lucena Góngora




Aquí dejo una colaboración en el blog de mi amigo Javier Arribas, que se ha montado todo un proyecto junto a otros artistas sorianos que forman "Latidos del Olvido"  

“Hay un cuadro de Klee (1920) que se titula Ángelus Novus. Se ve en él a un Ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava su mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la Historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas… Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso”.
Walter Benjamin, Tesis sobre la historia, IX

Cuando Walter Benjamin rememoró la contemplación del cuadro de Paul Klee dio cuenta de un ángel que,arrastrado por el tumulto de la Historia, empujado hacia un adelante interminable por tormentas provenientes del paraíso, lanzaba la vista atrás y, horrorizado, únicamente encontraba ruinas y destrozos.

Las distintas producciones que han madurado en las manos y los espíritus de los miembros de "Latidos del olvido" se me antojan análogas a aquella mirada horrorizada del ángel: la mirada que sólo halla ruinas y se entrega a su predominio. Estar hoy sobre el mundo es habitar entre ruinas, es soportar el horror de la tempestad de la Historia. "Latidos del olvido" nos ofrece una mirada singular sobre los escombros, nos obliga a fijar la vista sobre aquello que en el vivir cotidiano es anulado por la marcha consuetudinaria y aceptable de las cosas, por la cháchara oficial y la hegemonía de la Historia sobre la vida. Como el ángel de Benjamin, las pinturas, imágenes y palabras que nos propone son dadas para mostrarnos la ruina que el vendaval de la Historia esparce a su paso. Lo otrora construido, al ser dejado atrás por la compulsión de seguir construyendo, se plaga de sombras; las paredes, al desconcharse, al palidecer sus colores y debilitarse su consistencia, revelan que el ir hacia delante del tiempo histórico se sostiene sobre la conversión de los hombres en víctimas, en material de fabricación y deshecho. En el despoblado de Villarijo -primera intervención del proyecto "Latidos del olvido"- los antaño pobladores de casas que ya nadie cuida; en el matadero de “Carne: materia prima”, la carne de los que, despojados casi de humanidad, fueron sometidos enteramente al trabajo y gastaron su vida en el automatismo. Ahora, en Polonia, las manchas que comienzan a perfilarse sobre los tabiques abandonados toman la forma de espectros de tiroteados, de los encerrados y torturados, de los silenciados, de las gentes sumidas en esa forma de organización total que fue el comunismo soviético y que, como ya Marx adelantó, quiso conducir a perfección y virtuosismo el principio general de la organización industrial de la sociedad humana.

En las ruinas del campo militar de Pstraze, al artista le es dado desvelar el carácter siniestro de la utopía racional. El comunismo tuvo la gran osadía de demostrar que la Razón gobernaba el mundo, y una coherencia despiadada en aclarar qué significaba ése gobierno: que todo -incluidos el dolor, la muerte, el sollozo humano- servía a su propósito como sirven los ladrillos con los que se erige una casa futura. Llevando a plenitud la fe en la Historia, también llevó a cumplimiento la extrema clarificación que ésta exige de los hombres, y es que -allí donde reina el caudal ciego de lo histórico- el hombre sólo puede adoptar dos papeles: el de víctima o el de ejecutor. Con esto, el comunismo anunció, en última instancia, cuál era el sino de los hombres en una sociedad industrial desarrollada hasta sus últimas implicaciones lógicas: ser meras funciones del Gran Proceso de la Historia, ser material indiferente y superfluo en la construcción de la Sociedad Feliz, ahora también llamada “del Bienestar”.

El fantasmal abandono de Pstraze, con su arquitectura plenamente funcional, desnuda, sin sitio para lo accesorio, todavía revela cómo el sueño histórico -el sueño de una sociedad racional en la que todo se dé con Sentido- produce monstruos. El imperio de la Razón es aquí retratado en las líneas puritanas, frígidas, en los ángulos vacíos, en la exaltación general de la geometría que rebosa el edificio más condensado, más claro y más luminosamente técnico: un cuartel militar en el que el espacio no está dispuesto para ser habitado, para desarrollar una vida y poder contarla a otros, sino para dominar el entorno y reducirlo al cálculo de las operaciones bélicas o estratégicas; una construcción cuyas paredes no sirven para abrigar la vida y su inexplicable pluralidad, sino para atormentar a los réprobos de la Idea y fusilar a los elegidos para el sacrificio. Una edificación, en suma, que, en vez de engrosar un mundo humanamente dispuesto, lo ahoga en la vigilancia y en la estricta disciplina de lo planificado. Frente a esto, la modesta pero arriesgada tarea del arte sigue siendo, como nos recordaba Benjamin, la de romper la continuidad supuesta de la Historia que justifica toda opresión, quebrar las líneas rectas que unen los medios con los fines, hacer saltar por los aires la geometría asfixiante de los planes y los ordenamientos, y convocar en lo muerto la imagen de la vida aplastada; así, hacer surgir de la pared tiroteada la figura renqueante del cráneo acribillado, o salpicar de palabras la silenciosa superficie de la fortaleza, entregan la posibilidad de zafarse del orden de lo ya diseñado para abrir nuevos significados sin los que la vida humana se reduce a la condición de una raza enanos sometidos al Tiempo. En el arte todavía vivo, como en el pensamiento no burocratizado, resuena entonces la apuesta por romper la Historia y rescatar de entre sus escombros lo que aún merece ser contado, aquello en lo que refulge el sentido no lineal y contingente de una vida vivida. Resuena el lamento del ángel que quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Carta abierta al ministro Wert.
Eduardo Abril Acero



“Existir como hombres, ser ahí como hombres, significa filosofar. El animal no puede filosofar, dios no necesita filosofar.
Martin Heidegger

Señor ministro:

Como seguro usted sabe, Europa nació casi al mismo tiempo que apareció en las orillas del Mediterráneo un nuevo modo de vivir y habitar el mundo: la filosofía. Esta recién estrenada forma de ser la inventaron hombres arriesgados y valientes que tenían como horizonte último la búsqueda de la virtud y la justicia para ellos y sus comunidades.

Hoy en día, al otro extremo del Mediterráneo, gracias a usted, se consuma el abandono de lo que nos vio nacer como cultura. El proyecto de ley que pretende regular los próximos años el sistema educativo español y que, por tanto, será una pieza clave para formar a los ciudadanos del futuro, olvida por completo este carácter arriesgado y valiente. Para nuestros estudiantes se perderá definitivamente la vida y el pensamiento de los hombres que, en el pasado, pusieron los cimientos de lo que hoy nos permite pensar y hablar como lo hacemos, como buenos europeos, libres e inteligentes, conscientes de nuestro pasado y entusiasmados por el futuro.

Este proyecto, que no nos puede parecer sino un ejercicio de enorme irresponsabilidad, nos encontrará en frente expresando nuestra más rotunda oposición.

Y sepa que estas palabras no se dictan desde el corporativismo; nosotros, los que un día nos interesamos por la filosofía, carecemos de conciencia de clase. Nunca tuvimos, ni siquiera en las épocas en las que la filosofía invadía cada rincón del viejo continente, el sentido real de ser una “comunidad”. Los filósofos, cuando lo fueron de veras, poseían las virtudes del eremita que, dando un paso atrás, se tomaba tiempo en la reflexión serena. Compartían todos ellos, eso sí, los mismos enemigos sin cara: la estupidez, la ignorancia, la vulgaridad, las dictaduras de la ideología. Por eso, esta no es solamente la reivindicación laboral de un colectivo, la de los profesores de filosofía. Este es el lamento y la queja que surge de la lectura de este proyecto irresponsable; nos avergüenza la posibilidad de ser quienes presenciemos la derrota del pensamiento en un sistema educativo que nació para darle la oportunidad a los ciudadanos de construirse a sí mismos a través de la reflexión y el conocimiento.

No comprendemos su motivación, señor ministro, cuando propone semejante despropósito. Oímos, tal vez como rumor, que no nos preocupemos, que no lleva tanta agua el río, sin embargo escuchamos bajar tumultuosa la corriente. Los profesores de filosofía llevamos años leyendo las entrelíneas de los textos, y “entreleemos” en este proyecto suyo un futuro desesperanzador, condenados a una ley educativa empeñada en producir ciudadanos para la docilidad y el trabajo callado, pero no para el pensamiento y la valentía. Y sospechamos, con un olfato acostumbrado a las verdades veladas, que bajo la letra de esta ley, hay un ánimo de cortar las alas de quienes puedan tenerlas.

La filosofía está viva en las aulas de los institutos, señor ministro, y esta ley acabará con esos espacios de libertad y pensamiento. Es ahí donde los alumnos, junto a sus profesores, aprenden verdaderamente qué significado tiene para nosotros, los europeos, la imposibilidad de ser felices en una ciudad injusta, tal como nos cuenta Platón, o el “Sapere Aude” de Kant, exhortándonos a ser más audaces e inteligentes, superando todos los prejuicios. Es ahí, en esa clase de filosofía que usted quiere amortizar, el lugar donde empezamos a adquirir este carácter tan nuestro, tan griego, tan europeo, nuestra humanidad consciente de su precariedad, su finitud y su poder.

Puede que otra existencia, la imaginada por usted, sea posible, una existencia que igual desea más arraigada en nuestra realidad española, como nos ha recordado últimamente. Pero no se equivoque, señor ministro, profundizar en nuestras raíces no consiste únicamente en apercibirnos de nuestro origen cristiano. Francisco Suárez, Giner de los Ríos, Miguel de Unamuno, Ortega y Gasset, Manuel García Morente, Xabier Zubiri, María Zambrano, todos ellos leyeron a Platón, y también todos ellos representan nuestra mejor tradición.

Rechazamos este proyecto y lo hacemos a viva voz, tratando de avergonzar a aquellos que alguna vez se plantearon vaciarnos, uniformarnos, igualarnos de cualquier manera... ahora, usted. Proclamamos la injusticia de impedir el acceso a la filosofía a miles de jóvenes que, en el futuro, no pelearán contra el más duro de los enemigos, pero también el más agradecido: el pensamiento. Nos entristece que, en adelante, nuestros “buenos ciudadanos”, tal vez ganen candidez e ingenuidad, pero serán, con toda seguridad, menos belicosos y contarán con un olfato aún más torpe para la injusticia y la vulgaridad; esto hará de ellos hombres dóciles, aptos para la manipulación. El resultado no será un país más cohesionado, ni más trabajador, ni más eficaz, ni más competente. Será un país más estúpido y más pobre.

La filosofía es una píldora contra la idiotez, una exigencia de audacia, y la mejor apuesta para la formación de hombres libres y valientes. Decida usted ahora a qué quiere llamar “un español” dentro de unos años, señor ministro.

jueves, 6 de diciembre de 2012

La filosofía en la LOMCE.
Óscar Sánchez Vega

“Que ninguno por ser joven vacile en filosofar, ni por llegar a la vejez se canse de filosofar. Pues no hay nadie demasiado prematuro ni demasiado retrasado en lo que concierna a la salud del alma. El que dice que el tiempo de filosofar no le ha llegado o le ha pasado ya, es semejante al que dice que todavía no ha llegado o ya ha pasado el tiempo para la felicidad. Así que deben filosofar tanto el joven como el viejo; esta para que, en su vejez, rejuvenezca en los bienes por la alegría de lo vivido; aquél para que sea joven y viejo al mismo tiempo por su intrepidez frente al futuro. Es, pues, preciso que nos ejercitemos en aquello que produce la felicidad, si es cierto que, cuando la poseemos, lo tenemos todo y, cuando nos falta, lo hacemos todo por tenerla.” Epicuro de Samos.  Carta a Meneceo.

A día de hoy, la futura ley de educación, la LOMCE, prevé la desaparición de la Ética y la Historia de la Filosofía como asignaturas obligatorias en 4º de la ESO y 2º de Bachillerato respectivamente. La Ética pasa a ser una alternativa a la Religión y la Historia de la Filosofía una asignatura optativa en 2º de Bach. El panorama no puede ser más desolador.

¿Por qué la Ética como alternativa a la Religión en la ESO? ¿Acaso los creyentes no tienen la necesidad de una formación ética? ¿Consideran a la Ética como una especie de adoctrinamiento laico alternativo a la Religión? ¿Es necesario amenazar a los estudiantes con alguna materia evaluable para que cursen Religión?  (Si hay que elegir entre la desaparición de la asignatura o el nuevo rol que reserva la LOMCE para la Ética como alternativa a la Religión… casi prefiero la primera opción.)

¿Por qué la Historia de la Filosofía como optativa en el Bachillerato? ¿Porque no es necesaria para formar trabajadores dúctiles y disciplinados? ¿Porque el conocimiento de Platón, Aristóteles, Descartes o Marx es superfluo y hasta pernicioso? ¿Porque el pensamiento es un lujo innecesario?

Entiendo que el problema es suficientemente grave para merecer una consideración por parte de todos: profesores, padres y madres y, especialmente, estudiantes. El asunto puede enfocarse desde distintas perspectivas, pero quiero aprovechar las palabras de Epicuro que encabezan este escrito para poner el acento en una cuestión que considero fundamental: aquellos estudiantes que opten por no continuar su formación académica cursando bachillerato no habrán tenido la oportunidad de acercarse, en modo alguno, a la filosofía, a la reflexión filosófica, de la cual la ética es una parte fundamental; y el resto, los futuros universitarios, los estudiantes de bachillerato que, en su mayor parte no cursarán una Historia de la Filosofía (que debería competir en un año muy duro con otras alternativas más  ”light”),  tendrán, en el mejor de los casos, una  muy superficial preparación filosófica. ¿Acaso estaba completamente errado Epicuro cuando vinculaba de un modo tan directo, claro y poético la filosofía, o mas bien el “filosofar”, con la felicidad? Nuestros dirigentes políticos deben pensar que estaba completamente equivocado pues de lo contrario no obstaculizarían el acceso al que Aristóteles tenía por el fin último de la vida humana a la mayor parte de los jóvenes españoles.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Lenguaje, realidad y deseo.
Eduardo Abril Acero

Freud no es el primero en señalar que el discurso, las palabras que usamos, son decisivas en la mediación entre el sujeto y la realidad. Esto estaba en Kant, lo señala claramente Nietzsche y lo eleva a principio el marxismo. Lo que sí que es nuevo en el psicoanálisis, y es seguramente una de las aportaciones más importantes, es relacionar el lenguaje con el deseo.  Nietzsche, por ejemplo, se lamenta en “El crepúsculo de los ídolos” de que es imposible que prescindamos de Dios si seguimos presos en la gramática. Sin embargo no acierta a ver cuál es la prisión en la que nos encarcela la gramática. Marx por su parte, es consciente de que la conciencia es el producto de una época histórica, y que si los trabajadores del siglo XIX no se revelaban contra el poder, es porque su ideología, una mezcla de cristianismo y fidelidad a la autoridad, se lo impedía. Sin embargo, no acertaba a describir por qué cuando esto había sido superado, cuando el trabajador es consciente de su situación y comprende que está siendo explotado, no se revelaba contra el poder. Marx nos dice que el proletario, una vez haga conciencia de su estado, tome conciencia de su situación, constituirá el sujeto de la revolución rechazando el poder establecido. Sin embargo esto no ocurre generalmente; lo que abunda es lo contrario: muchos trabajadores que, siendo conscientes de la dominación y del estado de injusticia adoptan una actitud pasiva y sumisa. La izquierda marxista suele achacar esto a un defecto en la conciencia: están dormidos, alienados, pero lo cierto es que son perfectamente conscientes de su situación y aún así, la mantienen y la defienden.

Freud, y después Lacan, nos dan una explicación de esto, mucho más satisfactoria. El sujeto es siempre un sujeto alienado y no es posible superar esta alienación; pero precisamente por eso esta situación deja de ser vista como algo negativo y se torna un existenciario. El sujeto no nace como sujeto, un ser autoconsciente y racional, capaz de tomar decisiones, con una inclinación natural a la libertad. El sujeto, por el contrario es un estado alienado permanente, pues nace desde el reconocimiento que hace otro. Somos un sujeto porque alguien nos reconoce como tal, no porque nosotros encontremos ese reconocimiento en el germen del alma. Y ese reconocimiento se da siempre de forma inevitable, como seres parlantes que somos, entre palabras. Al ser reconocidos como algo real en el mundo, se nos otorga un lugar entre las palabras, se nos ubica dentro del discurso. Somos un sujeto solamente porque ocupamos en algún momento un lugar en el deseo de otro, porque alguien que hablaba quiso algo de nosotros, nos hizo ser una cosa necesaria, necesitada en alguna realidad concreta. “Hacerse real” significa para un hombre, ocupar un lugar en el que se nos requiere para algo entre las palabras de un ser parlante.

Y volviendo al comienzo, es por eso que la mediación entre el sujeto y la realidad mediante el lenguaje es mucho más de lo que atisbaron Kant, Nietzsche o Marx. Ellos, de una u otra forma, supusieron que la liberación advendría cuando el sujeto se limpiase los cristales de sus lentes, oscurecidos por la ignorancia. Kant estaba convencido de que la ciencia moral y la física conducirían a un mundo sin conflictos, un país poblado por “Sheldons Coopers”. Marx suponía que la toma de conciencia de la opresión nos conduciría a una sociedad más humana, sin contradicciones de clase. Y Nietzsche, tal vez el que mejor apuntaba, confiaba en una liberación ciega, un individuo liberado porque ya no necesitaba saber, y convertía a su voluntad en la sustancia del mundo; ignoraba Nietzsche que es esto precisamente lo que le pasa a los esquizofrénicos, sustituyen el mundo por la voluntad. En estos tres casos, se trata de una apropiación del lenguaje, ya sea que queramos convertirlo en una ecuación  matemática, un lenguaje que describa fielmente la realidad dialéctica, o un lenguaje que se sabe poético y re reivindica así.

Contra esta pretensión de apoderamiento, Freud, Lacan o Heidegger supieron ver que nos es imposible apropiarnos de ninguna manera del lenguaje, convirtiéndolo en una herramienta para un “para” (para la liberación, para la dominación, para el goce, para el placer, para el conocimiento, para la crueldad, para la amistad). No nos valemos de las palabras para un “para”, sino que sucede al contrario: para ser quien somos, para vernos reconocidos y simplemente ser un “ser” capaz de querer un “para”, las palabras se sirven de nosotros. Y es el psicoanálisis quien ha sabido atisbar de qué modo la mediación que hace el lenguaje entre el sujeto y lo real está traspasado de cabo a rabo por el deseo. La pulsión, el deseo, no es algo previo e independiente de las palabras que usamos, de las palabras en las que “estamos”, sino que es precisamente el efecto de estas palabras. Precisamente por eso no cabe liberarnos de nada, puesto que esa liberación se haría a costa de nosotros mismos. Por poner un ejemplo, el del hombre masa, que consume como modo propio de ser, y que no obstante se sabe alienado y dominado por unas injustas estructuras de poder: solamente deseando consumir y siendo un objeto más entre objetos, un objeto de consumo para, por ejemplo, la industria, que lo trata como un gasto más dentro del balance, el sujeto desea y, por tanto, es. Ese hombre masa, se lamenta más de que no le exploten, que de que lo hagan, precisamente porque el no ser un objeto de consumo dentro de la maquinaria de producción le priva de reconocimiento. Sucede como con el pseudoinsulto dentro de los juegos eróticos, que nos hablaba Lacan: el amor, con su discurso de imposibles, sus promesas y su pretensión de eternidad, no alcanza a rozar al amante, pero el pseudoinsulto le otorga un lugar en el mundo, preciso y gozable. Con el discurso político ocurre algo parecido, la promesa de liberación sólo otorga un lugar a los “liberados” (nótese la ironía de las comillas), pero a penas roza al esclavo, que obtiene su reconocimiento de un amo y lo necesita (desea ser deseado por ese amo: lease, las empresas, el estado o cualquier otro género de amo).

Y a qué nos conduce todo esto, ¿al desánimo?. Pues ciertamente a veces sí, pero también a veces no. El lenguaje, ese fluido extraño en el que nadamos y que un día nos enseñó a ser esclavos y gozar las cadenas, no es sin más el discurso del amo. El amo es poderoso, pero el lenguaje desborda, como la vida, todas sus pretensiones. Es por eso que, aunque la maquinaria de la producción y el consumo, con sus palabras y sus discursos, es poderosa, también nosotros aprendimos a ser muchas otras cosas a parte de trabajadores eficientes y consumidores irresponsables. Hay deseo y placer en lugares insospechados y a veces nos sorprendemos de eso, pero no porque de pronto abramos los ojos, o nos apropiemos del lenguaje, sino más bien porque inevitablemente el lenguaje se apropió de nosotros lenta y calladamente, de muchas e inesperadas formas.

martes, 27 de noviembre de 2012

Aleksander Wat, el comunismo y una tipología (alarmante) de los españoles.
Borja Lucena Góngora

En sus prodigiosas memorias tituladas "Mi siglo", el exiliado polaco Aleksander Wat recorre, sobre palabras redondas y bellísimas, la centuria más siniestra y hostil para los hombres, es decir, el siglo XX (dejando aparte, por ahora, el actual). En sus páginas desordenadas, como desordenada es la memoria del que cuenta toda una vida que ya se escapa, relata su temprana adhesión al comunismo y su también temprana certidumbre de que esa secular religión política constituyó la más aguda enfermedad del siglo, una enfermedad que, por cierto, fue seguramente más virulenta entre los intelectuales que entre el resto de los hombres, ya que somos nosotros, los así llamados "intelectuales", los que sentimos en el subconsciente la necesidad de recurrir al monoteísmo (...) experimentamos la necesidad apremiante e irresistible de procurar que nuestras opiniones políticas, nuestras opiniones sobre la vida e incluso nuestra práctica sean acordes, que se apliquen y pertenezcan a un solo mundo. Y el nacionalsocialismo. En algún pasaje se refiere al comunismo como a un demonio que se ha hecho presente en el tiempo humano, oscureciéndolo con las pinturas más sombrías. El demonio de la Historia.
(...) comunismo es un problema de exteriorización. El comunismo es enemigo de la interiorización, del hombre con vida interior (...) para insertar en el alma el decálogo comunista hay que matar previamente la vida interior del hombre.

El comunismo (...) significa la socialización a través de la desocialización. Responde a la idea de terciar, es decir, donde sois dos, yo me meteré entre vosotros. (...) es espacio, espacialización (...) de ahí que el número y las matemáticas sean tan importantes.
Sobre Stalin tiene observaciones que se elevan con la gracia de aforismos de una psicología precisa y sorprendente: Un hombre que inculca una manía gigantesca a todo un imperio no puede ser un maníaco

Wat relata muchas cosas, y cita muchos nombres ahora imposibles de recordar. Habla de su huida de Polonia ante la ocupación nazi, y de su consecuente bienvenida a las cárceles infinitas de Stalin; de su larga estancia en la temible prisión de la  calle Lubianka en el Moscú amenazado por la cercanía de los alemanes; de su destierro al sinfín interior de Asia, de su deambular por Alma-ata, Sarátov, Ili. Tiene tan poco tiempo por delante -y de hecho morirá pocos años después- que se para con delectación a describir la dura y dulce consistencia de los terrones de azúcar que un compasivo médico soviético le dio secretamente, o a iniciar Un amplio tratado sobre la psicología de las chinches. Habla mucho de los hombres que se encuentra, de los prisioneros con los que comparte celda, de los inspectores de NKVD -la temible policía política heredera de la Cheká leninista-, de los carceleros, de los médicos, de las familias que buscan a los desaparecidos sin llegar nunca a enterarse de nada; atraviesa las numerosas mezquindades de los polacos perdidos en el inabarcable imperio ruso, sin ahorrarse las suyas propias, y también la ocasional y repetida  grandeza de tantos que no dejaron morir la llama del "hombre interior". Esa grandeza nos es mostrada por Wat, de forma sorprendente para los maniqueísmos habituales, tanto entre las víctimas como entre los carceleros, y se da el caso de que, según su parecer, una de las mejores personas con las que se encontró fue el interrogador y encargado de su proceso en la cárcel de Lubianka. Sobre todo, enaltece a los médicos soviéticos, que, viviendo en el sistema más feroz, lo trataron casi siempre con desesperada dulzura. El paisaje que detalla está lleno de contrastes, de bruscas discontinuidades, de complejidad y de amor. Entre todo ese abigarrado cuadro, Watt cita de pasada algún nombre español, creo que exactamente dos; con ello nos ofrece, quizás inadvertidamente, una curiosa tipología implícita, y quizás alarmante, de los españoles:

Es inescrutable el alma de esas mujeres fanáticas, de las santas Teresas del comunismo, especialmente la de la Pasionaria.
¿Conoces aquella anécdota sobre Unamuno según la cual éste pasa junto al Ateneo en compañía de -si mal no recuerdo- Borojo (sic.)? Dentro hay una reunión, la puerta está abierta de par en par, los oradores discursean apasionadamente y el público también está que arde. Y dice Unamuno: "Me apetece tomar parte en el debate". "¿Sabes de qué va la cosa?". "Me da igual, voy a estar en contra".

miércoles, 14 de noviembre de 2012

García Calvo y los Sindicatos.
Borja Lucena Góngora

Prometían para hoy un día soleado, como los días invernales y heladores en los que, como compensación, el sol rige todos los resquicios de la vieja Soria. Pero ya sabemos que, como dicen por aquí los viejos, hoy pocas promesas se cumplen. Este día de huelga general ha amanecido borroso por la llovizna, oscuro, sombrío. Diríase casi triste.

Como la prisa por llegar al trabajo estaba desaparecida, con el café me he encendido un cigarrillo y he esperado pacientemente a que terminara de amanecer, sin demasiado éxito. He cogido un viejo libro de García Calvo que leí hace muchos años. Recuerdo que se trataba de una serie de artículos publicados en el periódico que compraba mi madre, el desaparecido Diario 16, y que yo le quitaba literalmente de las manos para leer sin demora. Yo era muy joven y, como es natural, gustaba de lo excesivo. Y una de las virtudes de García Calvo fue, sin duda, no haber nunca renunciado a lo excesivo, haber mantenido esa fidelidad extraordinaria hacia lo que escapa a la comprensión y la lógica oficiales. Un ejemplo de ello son sus traducciones del griego, a veces casi delirantes desde el punto de vista de La Academia, pero por ello tan evocadoras de sentidos y voces ineludibles. Como también tenía que ser, cuando, años más tarde, compré aquellos artículos, que habían sido recogidos en un libro pequeño y azul con el mismo título que la serie periodística, "Análisis de la Sociedad del Bienestar", su relectura no me entusiasmó de igual manera. Ya no era tan joven, y es difícil mantener esa misma fidelidad que García Calvo supo guardar hasta su fin. La cuestión hoy es que, en su "Análisis de la Sociedad del Bienestar", García Calvo no pudo dejar de lado el examen de los Sindicatos, cuya mayúscula utiliza como modo de señalar la coincidencia esencial con las demás realidades mayúsculas que integran el paisaje del Bienestar: Poder, Capital, Estado, Fe, Crédito, Dinero... No está de más hoy, día de huelga -bueno, más bien de huelguita- arremeter también contra los Sindicatos integrados en el Bienestar, partícipes de la podredumbre ambiente. No olvidar que una huelga que se quiera apartar de la pantomima de las pancartas y las proclamas tiene que ser, so pena de plenamente absorbida por la parafernalia en marcha, una huelga también contra los Sindicatos.
No, no hay compatibilidad ninguna entre la aspiración a librarse del Poder (del Dinero) y el respeto y la fe de la Persona, puesto que la Persona ha venido a ser dinero ella misma.
Si quisiéramos una muestra fulgurante bastaría con mirar a los Sindicatos: la necesidad de ganarse contingentes de Trabajadores (obediencia a la ley democrática de las Mayorías) obliga a los líderes a respetar, lo primero, los derechos de la Persona Trabajadora (y a no asustarla como tal Persona), lo cual, a su vez, viene a dar en respetar la noción misma de "trabajo" (y hasta honrarla, cantando el himno del Trabajo en unísono con los Patrones), y tras el Trabajo, el dinero mismo; de modo que, con el Desarrollo, el Sindicato queda reducido a oficina colaboradora con la Banca y el estado en el sustento del Capital; sustento que en la Sociedad del Bienestar (donde el Trabajo es ya descaradamente producción de inutilidades y creación de necesidades) consiste en su movimiento, esto es, en la regulación de la carrera de precios y salarios, en el mantenimiento y regateo de la tasa de Paro, en las cuentas de la creación de puestos de Trabajo; en fin, un juego necesario para el Dinero, para el Estado y para el estatuto Personal del Trabajador, pero para nadie más.


Agustín García Calvo, Análisis de la Sociedad del Bienestar;  De los Sindicatos y el Psicoanálisis

martes, 30 de octubre de 2012

La política entre la sabiduría y la prudencia.
Borja Lucena Góngora

La política de Platón, según la entiendo, está profundamente lastrada por el peso de una filosofía que, desbordante, excesiva y siempre incomparable, se extiende hasta convertirlo todo en una prolongación más del pensar filosófico. Por ello, en su fundación de la filosofía política, el espacio de la acción queda sofocado, silenciado por las exigencias innegociables del pensamiento. La sofía, la búsqueda admirativa de lo verdadero, anula y destierra a la phrónesis, la incierta ponderación de los márgenes de la acción contingente. La poderosa huella impresa por el pensar platónico se fijó como un sello, y  esta preeminencia de la sofía se alarga como una sombra recorriendo la práctica totalidad de la reflexión filosófico-política occidental, permaneciendo incluso en los filósofos que, a partir del XIX, se proponen la tarea de transformar la filosofía o transformar el mundo. Por poner tres ejemplos quizás más parecidos de lo que a ninguno le agradaría reconocer: Heidegger, Marx, Althusser. En Heidegger, el pensamiento como acción auténtica que ha de guiar al Dasein para lograr el apartamiento de la esfera inauténtica de la vida; en Marx, el conocimiento de las leyes de la historia y del desenvolvimiento de la sociedad capitalista como sustituto a la ceguera de los que actúan sin saber; en Althusser, y en Lenin, el convencimiento de que la política no ha de ser otra cosa que la realización de la filosofía. En todos ellos, siguiendo esa magna estela platónica, está la convicción de que la fragilidad e incertidumbres de la vida en común han de ser redimidas por un saber inequívoco como la sabiduría o la técnica, y lejano a las luces y las sombras de la opinión cotidiana, de la malhadada doxa.

Frente a la hegemonía de la filosofía en la esfera práctica, que ofrece la verdad como principio de organización de lo común, es decir, que deposita en la organización racional de los asuntos humanos el cometido de eliminar todos los riesgos y males que éstos comportan, me gustaría mirar hacia una visión alternativa. El siglo XX es muestra elocuente de la potencia asesina de la política al ser tomada por  las exigencias de la organización; también la administración tecnificada de las cosas en la que hoy nos vemos atrapados nos habla del lugar hacia el que nos despeña el conocimiento de los expertos. No está de más, pues, rescatar algunas intuiciones aristotélicas que nos dibujan un cuadro de tonalidades bien distintas.

En primer lugar, Aristóteles nos habla de que el sophós, el sabio, no tiene por qué ser phrónimos;  prudente; es más: generalmente no lo es. El saber propio de la prudencia, el saber dirigido a las cosas de la vida cotidiana y común, no es el mismo que el saber de las formas o conceptos filosóficos universales, o que el conocimiento de la necesidad matemática. Para desenvolverse en los claroscuros de la vida, para ser capaz de orientarse en los asuntos imprevisibles e inauditos del vivir junto a otros, el saber sobre lo necesario -aquello que mienta la verdad filosófica- es irrelevante. Ninguna aletheia, ninguna verdad, puede reemplazar en el campo dudoso de la acción efectiva a la doxa, a la opinión. La reivindicación de la prudencia, siempre provisional, frente al conocimiento duradero del filósofo es enfatizada por Aristóteles, para quien los asuntos políticos sólo pueden ser objeto de la primera. Además, para mayor afrenta a Platón,  se encarga de despejar cualquier duda sobre la forma de saber que caracteriza a la phrónesis: areté doxastiké, es decir, la prudencia es una virtud o excelencia de la opinión. Con sólo estas palabras, Aristóteles está haciendo tambalear todo el egregio edificio de la república platónica, del estado organizado en torno a la sophía o sabiduría inmarcesible del filósofo, porque está aseverando que, en cuanto toca  a la comunidad política, el saber apropiado es siempre una opinión.

En segundo lugar, Aristóteles derriba la confianza en que es la justicia el principio articulador de la vida en común; la justicia, desde la mirada impregnada de tiempo propia de la prudencia, no es más que un criterio de adecuación de los asuntos temporales a la esfera de lo que no cambia, es decir, una medida que hubiera de asimilar lo contingente de la vida humana a lo imperturbable de los objetos del pensamiento. El fracaso de toda justicia que intenta imponerse sobre lo azaroso e ingobernable de la realidad empírica, fracaso del que ya hay numerosos casos sólo en el último siglo, proviene, entonces, de que la medida que se procura imponer con ella al reino de los asuntos humanos es, en lo más íntimo, una medida radicalmente ajena. La justicia no es más que el sueño del filósofo -contagiado a gran parte del imaginario político occidental- de organizar lo caduco, lo eventual y dudoso, en torno a las líneas precisas y exactas de lo imperecedero. El sueño del filósofo, en este sentido, es el de plasmar en la polis un orden que haga innecesario incluso el hablar o discutir sobre las cosas comunes, dado que se habría dado con lo definitivamente verdadero,  fijándolo en la organización regulada de todo lo que afecta a la convivencia. Frente a la justicia como principio de organización, Aristóteles esgrime su alternativa visión de lo político: los asuntos comunes son aquellos de los que, casi por definición, hablamos y discutimos, y dejar de hacerlo es, sin ambages, abandonar su condición misma, su condición de comunes. Por esta razón, el principio de la política en Aristóteles no puede ser un principio organizador, una medida, sino que es lo que se hace presente en el hablar y discutir sobre aquello en lo que tenemos un interés compartido: algo más parecido a la amistad o philía. El desarbolamiento de la justicia platónica en nombre de la amistad, la sustitución de la organización racional por la philía como articulación de la vida política, es una de las mayores cargas contra la política platónica, y quizás es por eso tan difícil de entender. No está exenta de aristas problemáticas. Sin embargo, todos sabemos que en los asuntos entre amigos la solución no es nunca la justicia, sino algo indeterminado que surge tras la discusión y las palabras y para lo que no hay medida unívoca, ni criterio universal válido para cualquier situación análoga. Esto no quiere decir, a mi entender, que todos los miembros de una comunidad política hayan de ser amigos tal y como afectivamente nos unimos a otros, sino más bien en el  sentido en el que los problemas que son tales y las exigencias coyunturales de la acción sólo pueden ser enmarcados en la discusión, la palabra y las narraciones si no han de perder su consistencia específica.

jueves, 11 de octubre de 2012

Thymos y nacionalismo.
Óscar Sánchez Vega


En estos días que las tensiones nacionalistas arrecian de nuevo en España conviene calibrar el fenómeno en su justa medida. Creo equivocado, o al menos incompleto, el análisis que, por una parte y la otra, se suele hacer de esta cuestión. Algunos catalanes (no “Cataluña”, no caigamos en la trampa lingüística de los nacionalistas) reclaman la secesión de su país aduciendo básicamente razones económicas: “Cataluña da más de lo que recibe”. Por su parte, dirigentes del PP insisten en la imposibilidad legal y económica de la demanda pues, entre otras cosas, un estado catalán es, hoy por hoy, económicamente inviable. Pero nunca han sido los factores económicos determinantes para explicar el problema del nacionalismo.

Tanto el liberalismo como el marxismo han encontrado especiales dificultades para explicar la persistencia y contumacia de las demandas nacionalistas por el enfoque prioritariamente económico de ambas teorías. Desde el punto de vista económico el nacionalismo es un sinsentido: no cabe duda, por ejemplo, que una eventual secesión de Cataluña perjudicaría -todavía más si es posible- tanto al resto de los españoles como a los propios catalanes ¿Por qué se plantea entonces?

Podemos dar cuenta del asunto sobre otras bases, siguiendo una línea de pensamiento que va de Platón a Hegel y, más recientemente, Kojève y Fukuyama.

Platón formula una teoría sobre el alma humana que parece injustamente abandonada. Todos la conocemos: el alma tiene tres partes o predisposiciones: la racional, la irascible y la apetitiva. Digo que la teoría del alma platónica está injustamente olvidada porque tendemos a analizar la conducta humana en términos de razón y deseos (apetitos) olvidándonos del thymos, la parte irascible del alma, como si fuera un añadido superfluo que puede ser reducido a alguna de las otras dos partes del alma y esto no es así. Algunos comportamientos no obedecen a criterios racionales, pero tampoco a motivos egoístas orientados a dar cumplida satisfacción a los apetitos. La trama de las más importantes obras de la literatura universal, de Homero a Tolstoi pasando por Shakespeare y Cervantes, no puede ser comprendida sin apelar al thymos, el cual tiene motivaciones propias, ajenas a la razón y los deseos.

Hegel era muy consciente de la importancia del thymos al formular la dialéctica del amo y el esclavo. Lo que enfrenta a los primeros hombres no es la codicia por acumular bienes materiales sino el deseo de reconocimiento. El futuro amo es quien vence en la lucha por el reconocimiento porque su amor a la libertad es mayor que su apego a la vida y está misma razón, a la inversa, es la marca el futuro del esclavo. El amo encuentra reconocimiento en la sumisión del esclavo pero tal reconocimiento es, a la larga, insatisfactorio pues no es reconocimiento por parte de un igual sino de un ser inferior. La Historia de la humanidad acaba de empezar, aún quedan muchas etapas por recorrer en el camino, pero el sentido esta ya marcado desde el inicio: es la lucha por el reconocimiento y la conquista de la libertad el motor de la Historia, el motivo que empuja a los agentes históricos a actuar e introduce inteligibilidad en los acontecimientos históricos.

Kojève hace una lectura psicológica del conflicto entre el amo y el esclavo que influirá en gran medida en Lacan: la autoconciencia no es un fenómeno originario sino derivado, antes de ser conscientes de nuestra singularidad es preciso que esta sea reconocida desde afuera, es necesario que otro nos reconozca como humanos para ser conscientes de la humanidad y dignidad propias. El combate entre las conciencias es una fase necesaria para el nacimiento de la autoconciencia, y con ella, el reconocimiento del ser humano como sujeto moral, con los derechos y obligaciones que ello comporta.

Por su parte Fukuyama insiste en que la única vía racional para alcanzar un reconocimiento mutuo, de tal manera que todos reconozcamos la humanidad y con ello la dignidad propia y la del prójimo, es plantear en conflicto de las conciencias en términos de individuos racionales que están dispuestos a reconocerse mutuamente como iguales. El problema mayor es que no solamente aspiramos al reconocimiento de nuestra individualidad, sino que también ansiamos que se nos reconozca en cuanto parte integrante del grupo al que pertenecemos (familia, estirpe, tribu, nación, género, clase social...). Ahora bien, el deseo de reconocimiento basado en la nacionalidad o raza no es racional, sólo los seres humanos, en cuanto individuos libres y racionales, pueden escapar a la trampa que supone la dialéctica del amo y el esclavo planteada por Hegel. El estado liberal, según Fukuyama, es la institución política que hace posible un reconocimiento mutuo entre todos los ciudadanos, pero tal arreglo es incompatible con el reconocimiento de los grupos pues estos, por decirlo en términos hegelianos, viven prisioneros de una tensión dialéctica irreconciliable. Esto quiere decir que la relación entre los grupos es afín a la que se establecía entre los señores aristocráticos: cada uno aspiraba a ser reconocido por el otro, tal pretensión les llevaba al enfrentamiento, el resultado del mismo acaba cuando uno se convierte en amo (nación señora) y otro en esclavo (nación esclava) pero tal resultado no es satisfactorio para ninguna de las partes; para el esclavo, o la nación esclava, por razones obvias, pero tampoco es positivo para el amo, o la nación señora, pues el vencedor del combate aspira a ser reconocido por un igual, no por una entidad de rango inferior. Solo el estado liberal, plantea Fukuyama, garantiza una salida a esta antinomia sobre la única base posible: el reconocimiento de la igualdad humana atendiendo a la condición, que todos compartimos, ser individuos libres y racionales que disfrutamos de los mismos derechos cívicos que nos igualan en cuanto ciudadanos.

El análisis de Fukuyama es, a mi modo ver, básicamente acertado, pero peca de un optimismo infundado. La prueba es que -a la vista está- el estado liberal no acaba con el nacionalismo, es más, ni siquiera supone un parapeto razonablemente sólido que soporte las acometidas secesionistas. El sentimiento gregario del ser humano forma parte de su naturaleza del mismo modo que las exigencias de reconocimiento por parte del thymos, de tal modo que la superación de la sinrazón nacionalista por medio de sólidas y racionales instituciones democráticas parece un objetivo, hoy por hoy, inalcanzable. Como Finkielkraut muestra, analizando el caso de Alsacia, en La derrota del pensamiento, cuando el conflicto se plantea entre los partidarios del reconocimiento de grupos contra los partidarios del reconocimiento de los individuos, estos últimos tienen todas las de perder; el poder de los sentimientos “thymóticos” vinculados al orgullo de pertenecer a un grupo es más poderoso que la fría y racional necesidad de reconocimiento individual. Así pues, temo que no hay demasiado margen para la esperanza. Cuando el demagogo nacionalista azuza los sentimientos e invoca reales o fantasmagóricos agravios comparativos, la racionalidad declina, la fuerza de los argumentos se muestra impotente y la política, considerada en el sentido más noble del término, es derrotada.

En todo caso, en este y en otros asuntos similares, hago mío el verso de mi paisano Ángel González: sin esperanza, con convencimiento. Hay que resistir. No queda otra. Mantenerse firme en la defensa de las instituciones democráticas que nos permiten vivir como ciudadanos libres y no como miembros del rebaño.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Mozart: música y disonancia.
Borja Lucena Góngora

Una de mis preferidas obras de Mozart es el cuarteto Kv. 465, llamado también "de las disonancias". Los primeros compases del movimiento inicial se encargan de recordarnos cómo la música borra las palabras del mundo. Seguramente no pueda hallarse fragmento musical más enigmático que ese primer adagio que se levanta como una interrogación temblorosa, pero se mantiene sobre la nada con precisa contundencia. Las notas se arrastran como si nacieran de un caos, sin encontrar el camino a estabilidad alguna; la tonalidad no se define, es postergada entre tensiones que se extienden sin resolución, y las líneas de los violines se cruzan con los graves provocando la intuición de la mayor de las incertidumbres. Es así como debió alumbrarse el primer resquicio del que escapó la luz. Después, tras atreverse a permanecer en la lúgubre espera, Mozart vuelve, otra vez, a iluminar la más admirable ironía que probablemente pueda un mortal imaginar, y hace irrumpir, en el allegro, una melodía transparente, lúcida, redonda, como un feliz parto del que podemos agradecer la más alegre de las criaturas: un niño sano e inquieto que canta.




sábado, 22 de septiembre de 2012

Vida y destino: economía y guerra.
Borja Lucena Góngora


    (...) Todavía más lejos se perfilaba el amplio encaje de las ruinas muertas de la ciudad, y el cielo otoñal se filtraba por las brechas de las ventanas como miles de manchas azules.
    Entre los talleres de las fábricas se alzaba el humo, las llamas fulguraban y el aire puro era atravesado ora por un monótono susurro, ora por un traqueteo intermitente y seco. Casi parecía que las fábricas estuvieran en plena actividad.
    Vasili Grossman, Vida y destino
    El gobierno "es consciente de que está pidiendo sacrificios" a los españoles, pero "estos sacrificios son ineludibles para corregir un entorno difícil" (Luis de Guindos)

1- El fenómeno más visible de la desaparición de la política como tal es el hecho de que todo se dice gobernado por la necesidad, pues, si hay necesidad, ¿para qué la política?, es decir, ¿para qué las acciones, las decisiones, las palabras? Cuando un supuesto "político" apela a la necesidad está precisamente señalando la ruina de su condición supuesta; está, digamos, desenmascarando su propia e íntima farsa. Política - acción humana indeterminada o manchada de incertidumbre- y necesidad no son composibles.

2- Un aspecto crucial de la desaparición de la política es la toma de los asuntos humanos por las urgencias económicas ineludibles. La tragedia aquí está bien delineada, dado que frente a la Economía Política capitalista el gran adversario históricamente relevante no presenta otra cosa que el desarrollo consecuente de los mismos principios. El economista, en su forma capitalista o socialista, desplaza al político y encumbra a la necesidad como rectora de los asuntos humanos.

3- La economía planetaria contemporánea toma la forma de la guerra. La guerra se convierte en un asunto económico; la economía en un fenómeno bélico. Es patente el desplazamiento de la política por la economía en tanto la guerra deja de ser un fenómeno político y se convierte en el normal comportamiento de toda la estructura económica: un aparato gigantesco que descansa sobre la expansión incesante de la producción  y requiere a su vez de la incesante consunción de lo producido. La guerra, como estado de emergencia, fue tradicionalmente lo que dejaba en suspenso las actividades y asuntos cotidianos, esto es, lo único por lo cual las instituciones políticas exigían sacrificio; la economía moderna, como aquélla, es movilización de todos los recursos -contando indistintamente entre estos tanto a cosas como a hombres-, es sacrificio e industria. En la forma del proceso industrial, la economía se disuelve en la guerra, la guerra desaparece en la producción-destrucción económica. La eliminación de la política, una vez más, se muestra precisamente en la existencia de una guerra para la que ya no es necesaria declaración, es decir, decisión en última instancia contingente. La guerra es ahora automática, se ha fundido con el proceso mismo de las sociedades de seres laborantes, con la vida cotidiana de los "hombres socializados". Si la problemática tesis de Carl Schmitt nos advertía de que es en la declaración del estado de guerra donde se hace patente la efectividad de un poder político, la existencia del estado de guerra no declarado, de una economía de guerra que obedece sólo a su mudo desenvolvimiento, habla con precisión del efectivo final de todo poder político. 

A propósito de la fascinante compenetración de la economía industrial y la guerra,

(...) puede ser conveniente reflexionar sobre el llamado "milagro económico" de la Alemania de posguerra (...). EL ejemplo alemán muestra claramente que bajo condiciones modernas la expropiación del pueblo, la destrucción de objetos y la devastación de ciudades pasan a ser un radical estimulante para un proceso no de simple recuperación, sino de más rápida y eficaz acumulación de riqueza, siempre que el país sea lo bastante moderno para responder en términos del proceso de producción. En Alemania, la destrucción completa ocupó el lugar del implacable proceso de depreciación de todas las cosas mundanas, que es la marca de contraste de la economía de derroche en la que vivimos. El resultado es casi el mismo: un alza de la prosperidad que, como ilustra la Alemania de posguerra, no se alimenta de la abundancia de bienes materiales o de algo estable o dado, sino del propio proceso de producción y consumo. Bajo las condiciones modernas, la conservación, no la destrucción, significa ruina debido a que la misma duración de los objetos conservados es el mayor impedimento para el proceso de renovación, cuyo constante aumento de velocidad es la única constancia que deja (...)


Hannah Arendt, La condición humana; págs. 280-281

viernes, 14 de septiembre de 2012

Martha Nussbaum.
Óscar Sánchez Vega

El próximo mes de octubre la filósofa estadounidense Martha Nussbaum será galardonada con el premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. Aprovecho la ocasión para escribir estas líneas.

Lo más peculiar de Nussbaum, desde mi punto de vista, es que su obra parte de dos tradiciones que no suelen transitar juntas, sino que, por el contrario, tienden a ignorarse mutuamente: la tradición de la filosofía clásica y el liberalismo político. Los historiadores de la filosofía que se manejan con destreza en el ámbito de la filosofía griega tienden a vivir al margen de las polémicas que suscita la filosofía política contemporánea y, por su parte, no pocos liberales piensan, actúan y escriben como si no hubiera filosofía ni pensamiento digno de mención antes de John Locke.

Otro aspecto que llama poderosamente mi atención es que la autora hace todo lo posible, al menos en los textos que han pasado por mis manos, para que esta peculiar síntesis no se note. Me explico: las referencias al liberalismo político, especialmente a las obras de Rawls y de Sen son abundantes en la mayor parte de su obra reciente (de 1999 hasta hoy); sin embargo la conexión de estas últimas reflexiones con sus primeras obras de corte más académico, especialmente La fragilidad del bien (1995), no aparece explícitamente señalada. Esto puede deberse, pienso, a un rechazo consciente, por parte de Nussbaum, de la pedantería y fatua erudición que tan habitual es en algunos de los “intelectuales” de más renombre, con lo cual, si esto es así, tiene ganada mi simpatía de antemano.

El objeto de esta entrada es modesto, se circunscribe a comentar brevemente el primer capítulo – En defensa de los valores universales- de la obra de Nussbaum Las Mujeres y el desarrollo humano, Herder, 2002.

Si no lo he entendido del todo mal lo que viene a plantear la autora en este texto es una lectura aristotélica del liberalismo político, pero tal conexión no es evidente puesto que apenas se cita en el texto a Aristóteles o algún otro filósofo clásico y tampoco se utilizan las categorías propias del aristotelismo. Esto es lo que más me ha interesado del texto: que bajo la apariencia de una prosa sencilla y accesible a todo el mundo existen complejas conexiones filosóficas que no precisan hacerse explícitas para la comprender el núcleo del mensaje; sin embargo un lector con ciertos conocimientos filosóficos -no demasiados- puede ir más allá de lo dicho en el texto estableciendo las conexiones que la autora hábilmente sugiere.             (Buena parte de los textos filosóficos parecen tener el inconfesable objetivo de hacer que el lector se sienta estúpido, al comparar sus modestas “entendederas” con la formidable erudición del autor; otros, como el que nos interesa, estimulan la inteligencia y creatividad del lector, aunque, en realidad, es todo una ilusión, un brillante truco de magia: lo que aporta de más el lector, es justo lo que la autora había previsto de antemano, añadimos al texto justo lo que Nussbaum nos está sugiriendo.)

Lo que plantea el texto básicamente es la exigencia de normas y categorías transculturales que permitan establecer comparaciones entre las naciones, especialmente en lo relativo a la situación de la mujer. No le interesa a Nussbaum tanto la justificación de los valores que fundamentan las normas - que son los que se asientan en la tradición ilustrada: libertad, igualdad, justicia, autodeterminación etc- , cuanto la aplicación de los mismos con vistas a una efectiva comparación entre las naciones a fin de establecer, por ejemplo, en qué país es mejor o peor la situación de las mujeres.

La propuesta de la autora parte del enfoque de Rawls, quien establece, en Teoría de la Justicia una lista de “bienes primarios” que todos los individuos racionales aspiran a poseer como requisito previo para llevar adelante su propio proyecto de vida. Tales bienes serían, por ejemplo, libertades políticas, oportunidades profesionales, derecho a la salud, vivienda digna, ingresos suficientes etc. La idea básica de Rawls es que sea cual fuese el objetivo que persiguen los ciudadanos, deben ser capaces de llegar a un consenso político mínimo acerca de la importancia de los bienes primarios y su distribución. El problema este modelo es que se centra en los recursos de los que disponen los ciudadanos, sin tomar en cuenta que estos varían mucho en cuanto necesidades y capacidades (no es lo mismo un mujer embarazada que un niño o un adulto con todas sus capacidades operativas que un minusválido etc).

Nussbaum persigue “un enfoque que sea respetuoso por la lucha de cada persona por su florecimiento, que trate a cada persona como un fin” y, en ese sentido entiende que la propuesta de Rawls, excesivamente centrada en el ingreso y los recursos, es demasiado rígida. La propuesta de Nussbaum es muy cercana al enfoque de las capacidades formulado inicialmente por Amartya Sen y se caracteriza por examinar la vida real de las personas tal y como se desarrolla en su marco social y material. La pregunta central que plantea el enfoque de las capacidades en relación a la vida de una persona no es lo satisfecha o insatisfecha que está con su vida (enfoque utilitarista), tampoco la cantidad de ingresos que recibe o los recursos que consume (enfoque de Rawls), sino qué es lo que es realmente capaz de ser y hacer. Si, como es el caso, nos centramos en la situación de mujer en el mundo y queremos comparar y valorar como viven en uno u otro país esta es la pregunta clave: ¿qué pueden realmente ser y hacer las mujeres aquí o allá?

En relación con el problema de la justicia Nussbaum defiende que un ordenamiento político justo es aquel que brinda a los ciudadanos un cierto nivel básico de capacidad, es decir, aquel que genera ciudadanos capacitados para ejercer un amplio abanico de tareas. Nussbaum entiende que el enfoque de las capacidades no es solamente una herramienta política sino que también puede utilizarse con provecho en el campo de la ética. Por ejemplo, la pregunta ética en torno a la dignidad humana puede traducirse en el lenguaje del enfoque de las capacidades en ¿qué tipo de capacidades básicas han de poder desarrollar los seres humanos para ser considerados como tales? Por ejemplo: ¿qué quiere decir que en tal país la situación del los presos es “indigna”? Pues, según Nussbaum, lo que queremos manifestar con ello es que hay ciertas capacidades básicas que los presos no pueden ejercitar; hay un nivel en la capacidad de las personas a partir del cual empieza propiamente una vida humana digna y por debajo del cual no hay dignidad.

Ahora bien ¿cuáles son esas capacidades que todas las personas deberían adquirir y que son básicas para el funcionamiento humano? Pues bien las capacidades básicas son doce (no once, ni trece), entre ellas: ser capaz de vivir, de tener buena salud, de moverse libremente, de sentir, imaginar, amar, pensar, convivir, jugar, participar en la vida política, tener propiedades etc. No son estos componentes separados, sino que todas las capacidades tienen igual importancia deberían desarrollarse por igual de manera combinada.            (La analogía con Kant es evidente y del mismo modo que la deducción trascendental de las categorías es la parte menos potente, más cuestionable, de la Crítica de la Razón Pura, también es este, a mi modo de ver, el momento especulativo menos riguroso e interesante de la reflexión de Nussbaum)

Especialmente atinada es la distinción que Nussbaum establece entre funcionamiento y capacidad. El funcionamiento es la puesta en práctica de una capacidad. Nussbaum insiste en que el objetivo político apropiado es siempre la capacidad no el funcionamiento, este último depende de la voluntad libre de los ciudadanos y no debe ser sometido a control político. El estado ha de garantizar las capacidades básicas, no el funcionamiento. Por ejemplo, las personas deberían tener siempre comida en abundancia , pero aún así pueden optar por ayunar; deberían tener libertad sexual, pero pueden optar por una vida célibe etc. (Lo que no puede ocurrir es, por ejemplo, que se permita la mutilación genital femenina que priva a las niñas no solamente del “funcionamiento” sino también de la “capacidad” para un vida sexual plena y satisfactoria). La autora trata una interesante relación de problemas prácticos vinculados a esta distinción que aparecen bajo una nueva luz desde el nuevo prisma. Por ejemplo: el respeto a la libertad individual no debe llevar al estado a no interferir en el funcionamiento en la infancia (al contrario de lo que ocurre con los adultos) porque si no se ejercitan algunas funciones en la infancia no se producirá la capacidad correspondiente en la etapa adulta. Obligación del estado es hacer que todos los ciudadanos alcancen las capacidades básicas en la edad adulta y para ello es natural que prescriba ciertos funcionamientos en la infancia. Aun en la edad adulta el estado prescribe ciertos funcionamientos a los ciudadanos en cuestiones que atañen a la salud y la seguridad, lo que es motivo para un debate que puede ganar claridad y precisión con el uso de los conceptos propuestos por Nussbaum.

El enfoque de las capacidades, por otro lado, pretende servir de fundamento filosófico para los derechos humanos, pues, como sabemos, la noción de “derecho humano” dista de ser clara e inteligible. Nussbaum propone entender los derechos humanos como capacidades combinadas. Por ejemplo el derecho a la participación política existe si se desarrollan políticas efectivas para hacer que la gente sea capaz de desarrollar el ejercicio político. No basta que con que exista un derecho nominal, sobre la participación política de las mujeres, por ejemplo, si no se genera realmente la consiguiente capacidad. Un análisis semejante puede hacerse sobre el derecho a la libertad de expresión, la libertad religiosa, los derechos sociales etc; tales derechos son capacidades, alentadas por el estado, con vistas a un efectivo funcionamiento. Por otra parte, el lenguaje de las capacidades tiene también otra ventaja sobre el lenguaje de los derechos: evita el penoso debate sobre la occidentalización y el particularismo de los derechos humanos, en todas las culturas se entiende y se persigue que la gente debe adquirir ciertas capacidades para llevar adelante una vida digna y satisfactoria.

Retomo finalmente el planteamiento inicial. ¿Qué es lo que el lector aporta de más en este texto? Todo aquel que este mínimamente familiarizado con el vocabulario aristotélico “descubre” que lo que Naussbaum llama “capacidad” es algo muy semejante a lo que Aristóteles denominaba “potencia” y otro tanto ocurre con el “funcionamiento” y el “acto”. La distinción de Nussbaum es evidentemente deudora de las célebres categorías aristotélicas. Lo que no nos podíamos imaginar, lo que al menos este lector no podía imaginar, es que tal distinción fuera tan fecunda y pertinente para analizar problemas característicos de la filosofía política contemporánea. Pero Nussbaum va más allá, no se limita a ejercer esta o aquella categoría aristotélica sino que defiende toda una concepción de la vida humana afín al aristotelismo. El ser humano, para ambos, es concebido como un ente dinámico cuyo movimiento está orientado a la realización de un telos. No somos humanos en sentido estricto, sino que más bien nos hacemos humanos en la medida en que cumplimos con nuestra finalidad (telos) que consiste en la progresiva actualización de ciertas potencialidades (“capacidades”) que son aquellas que hacen posible una vida humana. Este proceso sólo es posible en la polis y no en cualquier polis sino en una polis justa, esto es en un estado donde la política este al servicio de la ética, pues el fin de la polis es crear auténticos ciudadanos que “funcionen” como tales. Todo ello está y no está en el texto. Es constantemente evocado, pero no apuntado de manera explícita. Con ello la autora gana en sencillez y claridad pero deja indicios, señales para quien este interesado en una fundamentación más rigurosa del enfoque de las capacidades.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Europa: un ideal
Borja Lucena Góngora

Ahora que septiembre hace volver las viejas ocupaciones, todo parece haber cambiado; ahora  se renuevan  las preocupaciones y salta en pedazos la confianza bobalicona en aquello que parecía ampararnos y ofrecernos morada. El futuro se desnuda como una muchacha no deseada por nadie, pero inevitable. No obstante, lo valioso de los tiempos oscuros es que muchas cosas son desenmascaradas ante la incapacidad de los más fervientes creyentes para seguir creyendo. Se rasgan espesas fes apacibles y la realidad cobra un brillo inesperado. Por ejemplo, cada vez es más frágil la antaño ilimitada promesa de Europa, más inconstante, aunque los medios de propaganda y la rutina procuren sostenerla contra toda evidencia o sentido común; nos hemos estrellado contra la realidad efectiva de lo que contiene esa marca: hemos transitado en muy poco tiempo del Europa como salvación a la  asfixia por el peso opresor de una monstruosa corporación burocrática, de una oficina administrativa que todo lo ocupa, de una opulenta empresa que todo lo proyecta, lo planifica, lo explota y coloniza. Hemos al fin descubierto que el ideal de Europa no es otro que la administración, la gestión exhaustiva de la realidad, y eso exige el derribo de toda barrera que obstaculice un aplanamiento que permite que todo esté disponible para ser utilizado: las instituciones hasta ahora existentes, los peculiares modos de vida, las condiciones del trabajo, los hábitos improductivos, las costumbres, las cosas indóciles o antojadizas, las vidas mismas de los hombres y las mujeres son sólo obstáculos que se cruzan en el cumplimiento del ideal de plena y eficiente productividad. 

La promesa de salvación de Europa ha adquirido más bien el aspecto de un viejo mensaje que sobre una puerta recibía a los condenados, una exhortación que, de hecho, significó la muerte definitiva de Europa: Arbeit macht frei. Hemos descubierto que Europa ha muerto. La muerte de Europa fue más verdadera, más salvaje e irreversible que la muerte de Dios. La Europa que hoy vive no es aquella vieja Europa, que ya murió,sino más bien su espectro nacido de los campos de exterminio humeantes. Europa dejó de existir hace mucho tiempo, y hoy  nos aplasta el peso inclemente y deformado de su sombra, una sombra fijada en su solo epitafio: el trabajo os hace libres

Patócka habla de esta manera cuando afirma que Europa murió bajo la furia de su propio poder económico-tecnológico:
Europe truly was the master of the world. It was the master of the world economically: she after all was the one who developed capitalism, the network of world economy and markets into which was pulled the entire planet. She controlled the world politically, on the basis of the monopoly of her power, and that power was of scientific-technological origin. All this was Europe. (...) And this reality, this enormous power, definitely wrecked itsel in the sapn of thirty years, in two wars, after which nothing remained, nothing of her power that had ruled the world. She destroyed herself through her own powers.
lo que, más o menos, viene a decir:
Europa era verdaderamente señora del mundo. Era señora del mundo en el aspecto económico: ella, después de todo, fue quien desarrolló el capitalismo, la red mundial de economía y los mercados a los que fue empujado el planeta entero. Ella controlaba el mundo en lo político, sobre la base del monopolio del poder, un poder de origen científico-tecnológico. Todo esto era Europa.  (...) Y esta realidad, este poder enorme, naufragó definitivamente en un lapso de treinta años, en dos guerras, después de las cuales nada permaneció, nada del poder que había regido el mundo. (Europa) se destruyó a sí misma por obra de sus propio poderes.

domingo, 12 de agosto de 2012

Un elogio de la heteronomía
Borja Lucena Góngora

Hace un mes, es posible que dos, pasé una tarde charlando con nuestro inigualable D. Cogito, Ricky para los amigos. Sobre Madrid caía una de esas pesadas tardes en que el calor convierte al tiempo en otra anomalía más y las cosas luchan por despegarse del ruidoso aliento de los autobuses. Después de dar muchas vueltas en torno a muchas palabras, finalmente, y no sé exactamente por qué, caímos en hablar sobre la religión y el cristianismo. Nuestras posturas convergían sobre un aspecto indiferente a lo alejado de nuestras posiciones de partida -él, convencido creyente; yo, poco convencido ateo-; más o menos, veníamos a estar de acuerdo en que lo religioso presenta un límite a las ilimitadas pretensiones del yo, su voluntad y su pensamiento. En el renovado deseo de infinitud y totalidad que caracteriza a esta modernidad tan vieja, la religión presenta un límite, algo que está más allá de los antojos y las preferencias del "sujeto autónomo", algo que se le presenta como ajeno a sus arbitrios. Precisamente lo que cualquier manual de Ética de la ESO señalaría como su mal radical es lo que convierte en tan valioso a un fenómeno como la fe: el presentar una instancia heterónoma. Acostumbrados a la loa acrítica de la autonomía como máximo valor moral, todo aquello que huele a heteronomía es señalado como herejía por el pensamiento progresista actual, valga la redundancia; sea la religión, sea la tradición, la costumbre, los cánones artísiticos o todo aquello que no dimana de una suerte de consenso universal sobre el derecho a decidirlo todo desde sí mismo, es expulsado de campo de lo pensable como primitivo, medieval o fascista. 

La autonomía es el ideal que todo lo impregna, como si los seres humanos fuéramos felices robinsones que no dependiéramos de otros, que no necesitáramos la presencia, las palabras, los gestos, acciones y cosas de otros. Parafraseando a Aristóteles, podría decir que autónomo sólo puede ser un dios o una bestia, pero no un hombre. De hecho, la naturaleza política del ser humano está unida fuertemente de la mano con este rasgo esencial de heteronomía, sin el cual es imposible pensar en una política que no sea mera organización. Quizás sea por ello, entre otras cosas, que actualmente no se adivina un modo de rescatar a lo político de su naufragio, y es que todo intento de ir a la política desde la sola asunción de la autonomía lo único que puede hacer es eclipsarla aun más. La cuestión fundamental de este fracaso descansa en que se da una sólida contraposición entre la virtud moral de la autonomía, única virtud para la moral hoy más enseñada y compartida, y las virtudes propiamente políticas, entre las que se cuentan la heteronomía, es decir: la capacidad de regirse por aquello que uno mismo no ha decidido ni querido. En este sentido, creo que hoy se nos plantea una tarea importante y difícil: reaprender la heteronomía. .

Recordando aquella conversación, he venido a leer en un viejo libro de Paul Ricoeur algo que, creo, le gustará a Ricky. Además, cosa en la que yo ahora estoy trabajando, apunta a una crítica imprescindible de los ideales de emancipación total como el marxismo, con su prometeica pretensión de liberar a los hombres de todas las cadenas y cancelar toda forma de alienación presente en la existencia humana. He aquí la cita:
La afirmación de que el ser humano es la medida de todas las cosas -una afirmación a favor de la autonomía y contra la heteronomía- es en definitiva la afirmación central. A causa de este énfasis , a veces pienso que el concepto de conciencia es por su construcción abstracta un concepto ateo. Cuando se la coloca en contraste con la afirmación de la autonomía radical, la dependencia quizá sea la única verdad posible de la religión, pues aquí admito una pasividad en mi existencia, confieso que de alguna manera recibo la existencia. Tan pronto como sitúo la autonomía en la cumbre del sistema filosófico, tan pronto como promuevo hasta tal  punto esta dimensión prometeica de la autonomía, la autonomía seguramente se hace ella misma divina. A causa de esta promoción de la autonomía que hace Feuerbach, la heteronomía se convierte en el mal por excelencia. Por consiguiente, todo lo que no sea autonomía es alienación. (...)

Paul Ricoeur, Ideología y utopía.

jueves, 2 de agosto de 2012

Un fragmento de Karl Löwith
Borja Lucena Góngora

Los escritos de Rosseau contienen la primera y más clara caracterización de la problemática humana referida a la sociedad burguesa. El problema reside en la circunstancia de que el hombre perteneciente a dicha sociedad no es un ser unitario y total. Por una parte, es hombre privado; por la otra, ciudadano, porque la sociedad burguesa existe dentro de relaciones problemáticas con el Estado. Desde Rousseau, la falta de correspondencia entre esos aspectos constituye una de las cuestiones fundamentales de todas las teorías modernas sobre el Estado y la sociedad. Los estados totalitarios del presente intentan responder al problema planteado por Rousseau: ¿cómo puede el hombre, que por naturaleza es una totalidad, concordar con el todo, fundamentalmente distinto, de la "société politique"? Parece que no es posible una verdadera correspondencia entre ambos elementos. Por eso, tratándose de la educación del hombre, sería necesario decidir si se quiere formar un "homme" o un "citoyen", un hombre o un ciudadano.

Löwith, K.,  De Hegel a Nietzsche



jueves, 19 de julio de 2012

Reformar a toda costa

He de reconocer que la histeria reformista de estos señores recién llegados al gobierno ha llegado a sorprenderme; seguramente tenía yo la idea desajustada de que les restaría alguna fidelidad a lo existente, es decir, que, al menos como querían defender, serían en algo conservadores. Uno no se engaña más porque no quiere, está claro, porque lo que hoy hay, a izquierda y a derecha, está todo atufado por el hedor del progresismo. No creo que quede un solo conservador en lo que del panorama político oficial está a la vista. Y no es por ponerme categórico, pero creo que el mayor problema político, ése cuya ocultación hoy padecemos, es precisamente el de la conservación del mundo, no el de su reforma. La diferencia entre, por un lado, la conservación y cuidado del mundo y, por otro, su reforma indiscriminada es la que media entre la política y la organización. Hoy tenemos organización a espuertas, pero muy poca política.

Viene todo esto a cuento porque leyendo a Goethe he dado con un aforismo que, inmediatamente, me ha evocado el "reformar a toda costa" en el que estamos:
Nunca llegamos tan lejos como cuando
ya no sabemos hacia dónde vamos

Goethe, Máxima 901

martes, 10 de julio de 2012

Guerra y economía.
Extracto del libro "Historia del siglo XX" de Eric Hobsbawm.

Se  da  por  sentado  que  la  guerra  moderna  involucra  a  todos  los  ciudadanos,  la  mayor  parte  de  los  cuales  además  son  movilizados;  que  utiliza  un  armamento  que  exige una modificación del conjunto de la economía para producirlo y que se utiliza en cantidades ingentes; que causa un elevadísimo nivel de destrucción y que domina y transforma por completo la vida de los países participantes. Ahora bien, todos estos  fenómenos se dan únicamente en las guerras del siglo XX. Es cierto que en períodos anteriores   hubo   guerras   terriblemente   destructivas   e   incluso   conflictos   que anticiparon  lo  que  más  tarde  sería  la  guerra  total,  como  en  la  Francia  de  la  revolución.  En  los  Estados  Unidos,  la  guerra  civil  de  1861-1865  sigue  siendo  el  conflicto  más  sangriento  de  la  historia  del  país,  ya  que  causó  la  muerte  de  tantas  personas como todas las guerras posteriores juntas, incluidas las dos guerras mundiales, la de Corea y la de Vietnam. Sin embargo, hasta el siglo XX las guerras en las que  participaba  toda  la  sociedad  eran  excepcionales.  Jane  Austen  escribió  sus  novelas durante las guerras napoleónicas, pero ningún lector que no lo supiera podría  adivinarlo, ya que en las páginas de sus relatos no aparece mención de las mismas,  aunque sin duda algunos de los jóvenes que aparecen en ellas participaron en esos  conflictos. Sería inconcebible que cualquier novelista pudiera escribir de esa forma  sobre Gran Bretaña durante el período de conflictos del siglo XX.  El monstruo de la guerra total del siglo XX no nació con esas proporciones, pero  lo cierto es que a partir de 1914 todos los conflictos eran guerras masivas. Incluso en  la primera guerra mundial, Gran Bretaña movilizó al 12, 5 por 100 de la población  masculina, Alemania al 15, 4 por 100, y Francia a casi el 17 por 100. En la segunda  guerra mundial, la proporción de la población activa total que se enroló en las fuerzas  armadas fue, en todas partes, del orden del 20 por 100 (Milward, 1979, p. 216). Cabe  señalar, de paso, que una movilización masiva de esas características durante varios  años no puede mantenerse excepto en una economía industrializada moderna con una  elevada productividad y —o alternativamente— en una economía sustentada por la  población no beligerante. Las economías agrarias tradicionales no pueden movilizar  a  un  porcentaje  tan  elevado  de  la  mano  de  obra  excepto  de  manera  estacional,  al menos en la zona templada, pues hay momentos durante la campaña agrícola en los  que  se  necesitan  todas  las  manos  (durante  la  recolección).  Pero  incluso  en  las  sociedades  industriales,  una  movilización  de  esas  características  conlleva  unas  enormes  necesidades  de  mano  de  obra,  razón  por  la  cual  las  guerras  modernas masivas  reforzaron  el  poder  de  las  organizaciones  obreras  y  produjeron  una  revolución  en  cuanto  la  incorporación  de  la  mujer  al  trabajo  fuera  del  hogar (revolución temporal en la primera guerra mundial y permanente en la segunda).  Además,  las  guerras  del  siglo  XX  han  sido  masivas  en  el  sentido  de  que  han  utilizado y destruido cantidades hasta entonces inconcebibles de productos en el curso de la lucha. De ahí el término alemán Materialschlacht para describir  las  batallas  del  frente  occidental  en  1914-1918:  batallas  de  materiales.  Por  fortuna  para Francia, dada su reducida capacidad industrial, Napoleón triunfó en la batalla de  Jena de 1806, que le permitió destruir el poder de Prusia, con sólo 1.500 disparos de artillería. Sin embargo, ya antes de la primera guerra mundial, Francia planificó una producción  de  municiones  de  10000-12000  proyectiles  diarios  y  al  final  su industria  tuvo  que  producir  200000  proyectiles  diarios.  Incluso  la  Rusia  zarista producía 150. 000 proyectiles diarios, o sea, 4, 5 millones al mes. No puede extrañar que se revolucionaran los procesos de ingeniería mecánica de las fábricas. En cuanto a  los  pertrechos  de  guerra  menos  destructivos,  parece  conveniente  recordar  que durante la segunda guerra mundial el ejército de los Estados Unidos encargó más de 519 millones de pares de calcetines y más de 219 millones de pares de calzoncillos, mientras que las fuerzas alemanas, fieles a la tradición burocrática, encargaron en un solo año (1943) 4, 4 millones de tijeras y 6, 2 millones de almohadillas entintadas para los tampones de las oficinas militares (Milward, 1979, p. 68). La guerra masiva exigía una producción masiva.  Pero la producción requería también organización y gestión, aun cuando su objeto  fuera  la  destrucción  racionalizada  de  vidas  humanas  de  la  manera  más  eficiente, como  ocurría  en  los  campos  de  exterminio  alemanes.  En  términos  generales,  la  guerra  total  era  la  empresa  de  mayor  envergadura  que  había  conocido  el  hombre hasta el momento, y debía ser organizada y gestionada con todo cuidado.  Ello  planteaba  también  problemas  nuevos.  Las  cuestiones  militares  siempre  habían  sido  de  la  competencia  de  los  gobiernos,  desde  que  en  el  siglo  XVII  se  encargaran  de  la  gestión  de  los  ejércitos  permanentes  en  lugar  de  contratarlos  a  empresarios militares. De hecho, los ejércitos y la guerra no tardaron en convertirse  en  «industrias»  o  complejos  de  actividad militar  de  mucha  mayor  envergadura que  las  empresas  privadas,  razón  por  la  cual  en  el  siglo  XIX  suministraban  tan  frecuentemente  conocimientos  y  capacidad  organizativa  a  las  grandes  iniciativas  privadas   de   la   era   industrial,   por   ejemplo,   los   proyectos   ferroviarios   o   las  instalaciones  portuarias.  Además,  prácticamente  en  todos  los  países  el  estado  participaba  en  las  empresas  de  fabricación  de  armamento  y  material  de  guerra,  aunque  a  finales  del  siglo  XIX  se  estableció  una  especie  de  simbiosis  entre  el  gobierno y los fabricantes privados de armamento, especialmente en los sectores de  alta tecnología como la artillería y la marina, que anticiparon lo que ahora se conoce como  «complejo  industrial-militar».  Sin  embargo,  el  principio  básico  vigente  en  el  período  transcurrido  entre  la  revolución francesa y la primera guerra mundial era que en tiempo de guerra la economía tenía  que seguir funcionando, en la medida de lo posible, como en tiempo de paz, aunque por supuesto algunas industrias tenían que sentir los efectos de la guerra, por ejemplo el sector de las prendas de vestir, que debía producir prendas militares a una escala inconcebible en tiempo de paz.  Para el estado el principal problema era de carácter fiscal: cómo financiar las guerras.  ¿Debían financiarse mediante créditos o por medio de impuestos directos y, en cualquier caso, en qué condiciones? Era, pues, al Ministerio de Hacienda al que correspondía dirigir  la  economía  de  guerra.  Durante  la  primera  guerra  mundial,  que  se  prolongó  durante  mucho  más  tiempo  del  que  habían  previsto  los  diferentes  gobiernos  y  en  la  que  se  utilizaron muchos más efectivos y armamento del que se había imaginado, la economía continuó funcionando como en tiempo de paz y ello imposibilitó el control por parte de los  ministerios  de  Hacienda,  aunque  sus  funcionarios  (como  el  joven  Keynes  en  Gran Bretaña)  no  veían  con  buenos  ojos  la  tendencia  de  los  políticos  a  preocuparse  de conseguir el triunfo sin tener en cuenta los costos financieros. Estaban en lo cierto. Gran Bretaña utilizó en las dos guerras mundiales muchos más recursos que aquellos de los que disponía,  con  consecuencias  negativas  duraderas  para  su  economía.  Y  es  que  en  la guerra moderna no sólo había que tener en cuenta los costos sino que era necesario dirigir y planificar la producción de guerra, y en definitiva toda la economía.  Sólo a través de la experiencia lo aprendieron los gobiernos en el curso de la primera  guerra  mundial.  Al  comenzar  la  segunda  ya  lo  sabían,  gracias  a  que  sus  funcionarios  habían  estudiado  de  forma  concienzuda  las  enseñanzas  extraídas  de  la  primera.  Sin embargo,  sólo  gradualmente  se  tomó  conciencia  de  que  el  estado  tenía  que  controlar totalmente la economía y que la planificación material y la asignación de los recursos (por otros  medios  distintos  de  los  mecanismos  económicos  habituales)  eran  cruciales.  Al comenzar la segunda guerra mundial, sólo dos estados, la URSS y, en menor medida, la Alemania nazi, poseían los mecanismos necesarios para controlar la economía. Ello no es sorprendente,  pues  las  teorías  soviéticas  sobre  la  planificación  se  inspiraban  en  los conocimientos que tenían los bolcheviques de la economía de guerra planificada de 1914-1917 en Alemania. Algunos países, particularmente Gran Bretaña y los  Estados  Unidos,  no  poseían  ni  siquiera  los  rudimentos  más  elementales  de  esos mecanismos.  Con  estas  premisas,  no  deja  de  ser  una  extraña  paradoja  que  en  ambas  guerras  mundiales las economías de guerra planificadas de los estados democráticos occidentales —Gran Bretaña y Francia en la primera guerra mundial; Gran Bretaña e incluso Estados Unidos en la segunda— fueran muy superiores a la de Alemania, pese a su tradición y sus teorías  relativas  a  la  administración  burocrática  racional.  […]