Haré huelga porque es preciso levantar una mano cuando te pisan un pie. La haré porque es conveniente que uno se niegue ir a filas cuando quieren reclutarlo para una guerra injusta. Y la economía es, cada vez más explícitamente, economía de guerra. Lo que los administradores y profetas de la economía nos alientan a proseguir es una batalla por la producción, por decirlo en términos soviéticos. Lo que nos salvará, advierten, es la movilización, la movilización total de todos los recursos, de todos los hombres, en favor de la producción. El lenguaje económico parece, cada vez con más intensidad, sacado de los boletines de las dos guerras mundiales. El modelo que proyecta la vida económica planificada es la batalla de Verdún.
La reforma laboral, por tímida que sea, no muestra otra cosa que ese desplazamiento del lenguaje de la necesidad desde la Historia Universal a las relaciones laborales; es decir, Marx hablando por la boca de cualquier catedrático de Economía de la Empresa: el único imperativo es producir, cueste lo que cueste, porque lo salvífico se ha trasladado de la esfera del espíritu a la del trabajo.
Lo que aquí abajo nos llega de la ley que “pone nuevas bases en el mundo del trabajo” es la planificación adusta, racional, equilibrada de la guerra. En los conflictos bélicos mundiales también fue necesaria la flexibilidad. Leo que las empresas decidirán dónde trasladar al trabajador –movilidad geográfica-; el modo en que en cada momento ha de configurarse el horario de trabajo según las necesidades cambiantes –flexibilidad temporal-; cuándo los sueldos han de menguar de acuerdo con la flexibilidad de los resultados. Es algo muy parecido a la capacidad organizativa, de flexibilidad casi omnímoda, con la que cuenta un ejército en tiempo de guerra con respecto a los soldados que le sirven de material bruto, material de lucha y de muerte.
La huelga, en este sentido, es el amotinamiento de los soldados que quieren escapar a una guerra sin sentido y pretenden volver a casa.
Por qué no haré huelga
La cuestión se puede plantear con sencillez:
- Sólo leer el eslogan que los sindicatos oficiales han elegido para animar a la huelga es capaz de provocar una repulsión que hace difícil olvidar que aquí se juega a la farsa: Quieren acabar con todo. Con estas proclamas histéricas, basadas en la generalización fantasiosa, carentes del mínimo sentido de fidelidad a lo real, sólo merecen animar a una masa de creyentes dispuestos a aceptar cualquier cosa por la causa. Se erradican de este modo los elementos vinculados al estado de cosas político, las cuestiones de sencilla justicia, el juicio sobre las disposiciones y materias concretas, para abrazarse a un histrionismo milenarista, a la mística de las acechanzas del maligno de la que me siento literalmente expulsado. Estoy convencido de que estas cuestiones afectan radicalmente a nuestra mundanidad –y de ahí su radical relevancia- y no a una batalla cósmica entre las fuerzas del Bien y del Mal.
- Como quizás fuera previsible, pero no deja de ser profundamente descorazonador, y tal y como está planteada, la huelga viene a ser la campaña electoral del PSOE “por otros medios”. Parece que la alternativa a las medidas gubernamentales no es otra que la vuelta a “los bellos tiempos del PSOE”. Tengo muchos amigos que se ven esperanzados por el inicio de estas escaramuzas, pero me es difícil dejar de pensar que –indiferentemente de sus intenciones- las paradas callejeras promovidas por los sindicatos servirá exclusivamente para engrosar la estrategia y cálculos electorales del partido social-burocrático que añora el poder como las piedras aristotélicas añoraban su lugar natural.
- Los sindicatos oficiales, como los animales sedientos de despacho oficial y chófer que han . demostrado ser, pretenden que lo que son justos motivos se conviertan en herramientas que sirvan a sus intereses orgánicos de persistencia en la subvención y la patraña. Por eso han monopolizado con inusitada rapidez el descontento, no sea que, confiado a la espontaneidad, pudiera volverse contra ellos y sus prebendas. Apropiarse de la protesta como hacen facilita el despiste sobre una cuestión crucial: los sindicatos realmente existentes no son parte de la solución, sino parte del problema.
- Si yo hago huelga, mi pagador me descuenta un día de sueldo, y no sé cuánto más de las vacaciones o la paga extraordinaria. Los sindicatos y sus liberados, por lo que acierto a suponer, no dejarán de ganar ni un duro, pero, además, extraerán beneficios de mi pérdida en caso de que - estando claro que la huelga es “suya”- puedan presentarla como una victoria, SU victoria. Por ejemplo: que se les devuelva el monopolio sobre los inútiles cursos de formación que –de manera en este caso sensata- la ley pretende quitarles. En caso de una huelga exitosa, siempre presentada como un éxito de los sindicatos, las negociaciones entre sindicatos y gobierno llegarán previsiblemente a algún acuerdo razonable. Aventuro que, por ejemplo, ese acuerdo será el de devolver a los sindicatos los millones de euros en cursos de formación, mientras que los contratos difícilmente sufrirán otra cosa que variaciones cosméticas.