La política de Platón, según la entiendo, está profundamente lastrada por el peso de una filosofía que, desbordante, excesiva y siempre incomparable, se extiende hasta convertirlo todo en una prolongación más del pensar filosófico. Por ello, en su fundación de la filosofía política, el espacio de la acción queda sofocado, silenciado por las exigencias innegociables del pensamiento. La sofía, la búsqueda admirativa de lo verdadero, anula y destierra a la phrónesis, la incierta ponderación de los márgenes de la acción contingente. La poderosa huella impresa por el pensar platónico se fijó como un sello, y esta preeminencia de la sofía se alarga como una sombra recorriendo la práctica totalidad de la reflexión filosófico-política occidental, permaneciendo incluso en los filósofos que, a partir del XIX, se proponen la tarea de transformar la filosofía o transformar el mundo. Por poner tres ejemplos quizás más parecidos de lo que a ninguno le agradaría reconocer: Heidegger, Marx, Althusser. En Heidegger, el pensamiento como acción auténtica que ha de guiar al Dasein para lograr el apartamiento de la esfera inauténtica de la vida; en Marx, el conocimiento de las leyes de la historia y del desenvolvimiento de la sociedad capitalista como sustituto a la ceguera de los que actúan sin saber; en Althusser, y en Lenin, el convencimiento de que la política no ha de ser otra cosa que la realización de la filosofía. En todos ellos, siguiendo esa magna estela platónica, está la convicción de que la fragilidad e incertidumbres de la vida en común han de ser redimidas por un saber inequívoco como la sabiduría o la técnica, y lejano a las luces y las sombras de la opinión cotidiana, de la malhadada doxa.
Frente a la hegemonía de la filosofía en la esfera práctica, que ofrece la verdad como principio de organización de lo común, es decir, que deposita en la organización racional de los asuntos humanos el cometido de eliminar todos los riesgos y males que éstos comportan, me gustaría mirar hacia una visión alternativa. El siglo XX es muestra elocuente de la potencia asesina de la política al ser tomada por las exigencias de la organización; también la administración tecnificada de las cosas en la que hoy nos vemos atrapados nos habla del lugar hacia el que nos despeña el conocimiento de los expertos. No está de más, pues, rescatar algunas intuiciones aristotélicas que nos dibujan un cuadro de tonalidades bien distintas.
En primer lugar, Aristóteles nos habla de que el sophós, el sabio, no tiene por qué ser phrónimos; prudente; es más: generalmente no lo es. El saber propio de la prudencia, el saber dirigido a las cosas de la vida cotidiana y común, no es el mismo que el saber de las formas o conceptos filosóficos universales, o que el conocimiento de la necesidad matemática. Para desenvolverse en los claroscuros de la vida, para ser capaz de orientarse en los asuntos imprevisibles e inauditos del vivir junto a otros, el saber sobre lo necesario -aquello que mienta la verdad filosófica- es irrelevante. Ninguna aletheia, ninguna verdad, puede reemplazar en el campo dudoso de la acción efectiva a la doxa, a la opinión. La reivindicación de la prudencia, siempre provisional, frente al conocimiento duradero del filósofo es enfatizada por Aristóteles, para quien los asuntos políticos sólo pueden ser objeto de la primera. Además, para mayor afrenta a Platón, se encarga de despejar cualquier duda sobre la forma de saber que caracteriza a la phrónesis: areté doxastiké, es decir, la prudencia es una virtud o excelencia de la opinión. Con sólo estas palabras, Aristóteles está haciendo tambalear todo el egregio edificio de la república platónica, del estado organizado en torno a la sophía o sabiduría inmarcesible del filósofo, porque está aseverando que, en cuanto toca a la comunidad política, el saber apropiado es siempre una opinión.
En segundo lugar, Aristóteles derriba la confianza en que es la justicia el principio articulador de la vida en común; la justicia, desde la mirada impregnada de tiempo propia de la prudencia, no es más que un criterio de adecuación de los asuntos temporales a la esfera de lo que no cambia, es decir, una medida que hubiera de asimilar lo contingente de la vida humana a lo imperturbable de los objetos del pensamiento. El fracaso de toda justicia que intenta imponerse sobre lo azaroso e ingobernable de la realidad empírica, fracaso del que ya hay numerosos casos sólo en el último siglo, proviene, entonces, de que la medida que se procura imponer con ella al reino de los asuntos humanos es, en lo más íntimo, una medida radicalmente ajena. La justicia no es más que el sueño del filósofo -contagiado a gran parte del imaginario político occidental- de organizar lo caduco, lo eventual y dudoso, en torno a las líneas precisas y exactas de lo imperecedero. El sueño del filósofo, en este sentido, es el de plasmar en la polis un orden que haga innecesario incluso el hablar o discutir sobre las cosas comunes, dado que se habría dado con lo definitivamente verdadero, fijándolo en la organización regulada de todo lo que afecta a la convivencia. Frente a la justicia como principio de organización, Aristóteles esgrime su alternativa visión de lo político: los asuntos comunes son aquellos de los que, casi por definición, hablamos y discutimos, y dejar de hacerlo es, sin ambages, abandonar su condición misma, su condición de comunes. Por esta razón, el principio de la política en Aristóteles no puede ser un principio organizador, una medida, sino que es lo que se hace presente en el hablar y discutir sobre aquello en lo que tenemos un interés compartido: algo más parecido a la amistad o philía. El desarbolamiento de la justicia platónica en nombre de la amistad, la sustitución de la organización racional por la philía como articulación de la vida política, es una de las mayores cargas contra la política platónica, y quizás es por eso tan difícil de entender. No está exenta de aristas problemáticas. Sin embargo, todos sabemos que en los asuntos entre amigos la solución no es nunca la justicia, sino algo indeterminado que surge tras la discusión y las palabras y para lo que no hay medida unívoca, ni criterio universal válido para cualquier situación análoga. Esto no quiere decir, a mi entender, que todos los miembros de una comunidad política hayan de ser amigos tal y como afectivamente nos unimos a otros, sino más bien en el sentido en el que los problemas que son tales y las exigencias coyunturales de la acción sólo pueden ser enmarcados en la discusión, la palabra y las narraciones si no han de perder su consistencia específica.