Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

viernes, 26 de diciembre de 2014

El buen salvaje.
Óscar Sánchez Vega

La leyenda que habla de paraísos habitados por nobles salvajes que desconocen la violencia y conviven pacíficamente sin jerarquías sociales ha sido desmentida una y otra vez por un buen número de antropólogos. Por ello hablamos del mito del buen salvaje. No es mi intención insistir en este punto. El buen salvaje es pues una figura imaginaria, producto seguramente de la mala conciencia, que pasa a convertirse en un tópico de la literatura y el pensamiento europeo muy pronto: poco después del primer contacto con las poblaciones indígenas de América. Ya Cristobal Colón escribe el 12 de Octubre de 1492 en su Cuaderno de Viaje al referirse a los indígenas:
"Ellos andan todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres, aunque no vide más de una farto moça, y todos los que yo vi eran mançebos, que ninguno vide de edad de más de XXX años, muy bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras, (...) d'ellos son de color de los canarios, ni negros ni blancos..."
En la primera Historia General de las Indias, las Décadas Orbe Novo de Pedro Mártir de Anglería, concretamente en la primera Década, Libro III, se hace la descripción del “filósofo desnudo”, un “salvaje” de la isla de Cuba que expone a Diego de Colón los principios fundamentales que él mismo ha aprendido de su contacto con la naturaleza. El mito del buen salvaje se extiende por toda Europa y no hace más que reforzarse con la Leyenda Negra española que describe a los indios como seres humanos en estado de naturaleza, virtuosos, amables, ingenuos y confiados; perfecto contrapunto de sus conquistadores, descritos como abyectos y sanguinarios torturadores, entregados a la codicia y al fanatismo, que resumirían todos los vicios y  la degeneración del hombre civilizado. Este mito alcanza renovada fuerza en el Siglo de las Luces gracias a los descubrimientos de las islas de los Mares del Sur y al nuevo rol teórico que desempeña la noción en el seno de las teorías contractualistas. Algunos ilustrados como Diderot y, especialmente, Rousseau son considerados como los más destacados portavoces del mito. Sin embargo, tal es la tesis de estas líneas, una atenta lectura de sus textos lleva a una visión más compleja y menos ingenua del ser humano y del progreso social de lo que en principio hubiéramos podido suponer.

(I)

Tomaremos como punto de partida la publicación en 1755 de la obra de Rousseau el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Los manuales de Historia de la Filosofía o de Filosofía Política suelen apuntar, aunque sin extraer de ello las debidas consecuencias, que Rousseau repite varias veces (en el Prefacio y el Prólogo del Discurso) que el estado de naturaleza no corresponde a un periodo real de la historia de la humanidad. “Estado de naturaleza” es pues una “ficción del espíritu”, una construcción conceptual destinada a facilitarnos la comprensión de los hechos reales:
“Pues no es tarea fácil la de desentrañar lo que hay de original y de artificial dentro de la actual naturaleza del hombre y de conocer un estado que ya no existe, que quizá jamás haya existido, que probablemente nunca existirá, y del cual, sin embargo, es necesario tener conceptos justos para poder juzgar bien nuestro estado presente” (Prefacio al Discurso)
Rousseau, que nunca viajó a tierras lejanas pero poseía una documentación tan completa como era posible para un hombre de su tiempo, sabe perfectamente que la sociedad es inherente al hombre, pero entraña males. La cuestión es averiguar si esos males pueden ser mitigados de algún modo y cómo hacerlo. El enfoque de Rousseau es más trágico que primitivista: sabe que la sociedad corrompe al hombre, pero el hombre no es verdaderamente tal, más que por el hecho de haber entrado en sociedad. El hombre “limitado a su instinto físico, no es nada, es una bestia” (Carta a Beaumont). Sin embargo es obligado reconocer que el mismo Rousseau, con su imprecisiones, es responsable del malentendido que denunciamos, hablando en ocasiones del estado de naturaleza como si fuera un estado real. Pero aunque hubiera existido un estado semejante tiempo atrás, el filósofo ginebrino afirma de modo tajante -ahora sí- que es imposible regresar a él. Entre el regreso al pasado o la mejora de la sociedad presente, Rousseau opta siempre por la segunda opción. De nada serviría, por ejemplo, prohibir las artes y las ciencias para recuperar la inocencia originaria; el mal ya está hecho y es irreversible. Si fuera posible sería hasta contraproducente pues se agregaría la barbarie a la corrupción.

Pero entre el Estado natural y la corrupción propia del Estado moderno hay un tercero intermedio, una forma de asociación en la cual el hombre ya no es una bestia pero todavía no es el ser miserable y mezquino que llegará a ser. De nuevo Rousseau genera confusión con el desafortunado nombre que elige para este “ser intermedio” entre el animal salvaje y el hombre moderno: el hombre salvaje. Pero aquí el “hombre salvaje” no es, como pudiera parecer, el hombre en estado de naturaleza sino, por traducirlo al lenguaje de la antropología moderna, el hombre del neolítico, un hombre que ya ha superado la vida “salvaje” -la vida paleolítica- y, gracias a la agricultura y ganadería, se ha liberado del yugo que la naturaleza ejercía sobre él, condenándole a una mera vida de subsistencia. La vida neolítica es concebida por Rousseau como la realización del justo medio aristotélico entre la indigencia e indolencia del hombre paleolítico y la necia y petulante actividad de la civilización mecánica. El estado medio no es pues un estado primitivo sino que tolera y hasta exige cierto grado de progreso.
“Este periodo del desarrollo de las facultades humanas, en el que se guarda un justo medio entre la indolencia del estado primitivo y la petulante actividad de nuestro amor propio, debe haber sido la época más feliz , y la más duradera. Cuanto más se piensa en ello, más se comprende que este estado era el que menos sujeto estaba a las revoluciones, el mejor para el hombre, y que seguramente no salió de él más que debido a algún azar funesto” (Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, II,1755 pag 78, Ediciones Península,1970)
(II)

Denis Diderot, el director de la Enciclopedia, representa, en cierto sentido, una figura opuesta a Rousseau: es el ilustrado por antonomasia; sus textos, especialmente sus entradas en la Enciclopedia, son un himno a los progresos de las Luces en sus distintas esferas. Sin embargo en su última etapa nos encontramos con otro Diderot, podemos constatar en sus textos un desplazamiento de la idea de Progreso en favor de la idea de Naturaleza, al sostener, por ejemplo, que “la opresión del hombre natural le viene de la ley civil y de la creencia religiosa en lo que tienen de artificio”, es decir, de la manipulación y tergiversación de la simpleza y espontaneidad de la naturaleza humana. Estas ideas son desarrolladas por Diderot principalmente en el Suplemento al viaje de Bougainville escrito en 1772 y publicado póstumamente en 1796. El Suplemento pretende completar el relato que el capitán Louis-Antoine de Bougainville había publicado sobre el viaje de investigación realizado entre 1766 y 1769, el cual había sido ampliamente difundido, alcanzando cierta notoriedad. El centro y la clave del éxito del relato es la descripción de las costumbres de los indígenas de Tahití porque eran presentadas como una de las últimas posibilidades de observar al “buen salvaje” y contraponerlo al “hombre civilizado”. Bougainville destaca la belleza y generosidad de la naturaleza en las islas de los mares del Sur, el estilo de vida apacible, nada ajetreado, de los indígenas y, por encima de cualquier otra consideración, la liberalidad y desinhibición de las costumbres sexuales.

Diderot queda fascinado por el relato de Bougainville y encuentra en la sociedad tahitiana una base para explicar la relación entre el hombre y la naturaleza. La vieja Europa frente a la simplicidad originaria. De ahí la necesidad de un “Suplemento” al relato de Bougainville. Diderot formula en el Suplemento toda una una antropología, según la cual hay tres códigos de la humanidad: el de la naturaleza, el de las leyes civiles y el de las leyes religiosas. Los males del hombre moderno provienen de los conflictos y tensiones generados entre estos tres códigos por no respetar la debida jerarquía que debe existir entre ellos. La primacía, claro está, ha de ser para el código natural. Una vida feliz exige lo que no ocurre en Europa: una ley civil y una ley religiosa que no contradigan la ley natural. La correcta jerarquía, viene a sugerir el francés, permite reconocernos primero como hombres, después como ciudadanos y finalmente como católicos, protestantes, musulmanes etc. La supremacía del modo de vida tahitiano sobre el europeo es que, de forma inconsciente, ordena de forma armoniosa estos tres códigos sometiendo los dos últimos al primero. La vida y la sociedad humana no puede, o al menos no debería, contradecir lo que la naturaleza estipula. Francis Bacon, un siglo antes, ya había sostenido que “a la naturaleza sólo se la domina obedeciéndola”. Lo que Diderot propone es enjuiciar a la civilización desde la plataforma de la naturaleza, volviendo, de algún modo, a los cínicos al identificar naturaleza y virtud (al contrario que Sade donde la naturaleza es el reino del egoísmo y del goce insolidario).

Diderot alaba el modo de vida de los tahitianos por no dejarse llevar por la dinámica ilimitada de los deseos y las necesidades ficticias, por haberse detenido en una “feliz mediocridad”, lo que les permite el progreso suficiente para satisfacer sus necesidades elementales (los deseos naturales, diría Epicuro) y evitar el “océano sin límite de las fantasías” del que ya no se sale. La tarea del futuro, el objetivo de un sabio legislador, sería idear una vida sencilla que “retardase el progreso del hijo de Prometeo” y supiera esbozar un lugar intermedio entre “la infancia salvaje” y “nuestra decrepitud”. Diderot trata de encontrar un punto de equilibrio entre los partidarios de una visón unidimensional del progreso (Voltaire) y otra primitivista demasiado arcaizante (Rousseau, acaso malinterpretado por Diderot).

Lo que aquí me interesa destacar es que tanto Diderot como Rousseau proponen como modelo de vida un estado intermedio entre la vida salvaje y la civilizada. Más que el mito del buen salvaje encontramos en el Discurso y el Suplemento una crítica al mito del progreso; esta es mi particular lectura. El progreso no es un valor incondicionalmente bueno. Cierto progreso tecnológico, que nos libere de las ataduras que la naturaleza nos impone, es positivo y deseable, pero el progreso a toda costa, esa apuesta por una carrera desenfrenada hacia ninguna parte, es absurdo y hasta demencial. Tan simple e ingenuo es quien imagina la edad dorada de la humanidad en un pasado puro y primigenio como quien, desde la condescendiente mirada del hombre civilizado, valora otros modos de vida más sencillos y frugales como incompletos, faltos de esa cualidad, la civilización, que confiere dignidad a la vida humana. Diderot y Rousseau se preguntan, cada uno a su modo, si el hombre moderno no habrá ido demasiado lejos en su dominio sobre la naturaleza. Tanto Diderot como Rousseau apuntan a lo que hoy conocemos como modo de vida neolítico como una base desde la cual valorar los distintos modos de vida que las distintas culturas y la civilización occidental promueven.

(III)

Si la Francia del siglo XVIII les parecía a Rousseau y Diderot excesivamente “civilizada” y artificiosa, es difícil imaginar cuán horrorizados estarían ante el espectáculo que el siglo XX nos ha deparado. Quien sí transitó, aunque brevemente, por el siglo con una sensibilidad semejante fue Simone Weil. En Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión, Weil niega la existencia de ninguna Arcadia en el pasado libre de opresión y dominación, pero, al mismo tiempo, subraya que en la sociedad moderna fuertemente mecanizada y burocratizada, de un modo tan brutal como no podían haber imaginado Diderot o Rousseau, el estado de servidumbre de la mayor parte de la humanidad es inaudito e intolerable. También Weil era consciente de cuál ha de ser la dirección a tomar: “la civilización más plenamente humana sería aquella que tendría como centro el trabajo manual”, dice Weil, “aquella que reduce la distancia entre quién toma las decisiones y quien las ejecuta”; es preciso frenar, o mitigar al menos, el consumismo, el mercantilismo, la mecanización y burocratización de la vida humana. De nuevo tales propuestas solo son inteligibles si suponemos cierta intuición de un ideal, que es el mismo en los tres filósofos: lo que podríamos denominar una vida sencilla y frugal, liberada de las ataduras de la naturaleza, pero alejada del artificio de la civilización, una vida neolítica.

(IV)

Por último, el antropólogo estructuralista Lévi-Strauss también participa de este programa común. El objetivo del etnólogo, afirma el francés, es distanciarse de la cultura materna mediante el estudio de otras formas de vida para desentrañar “los principios de la vida social” que aplicaremos en la reforma de nuestras propias costumbres. La existencia de tales principios pone en cuestión la idea misma de progreso. Lévi-Strauss sostiene que, en último término, los problemas y las tareas a los que se entrega la humanidad (hacer una sociedad buena para vivir) son básicamente los mismos en todos los lugares. Solo cambian los medios. Los estudios etnográficos nos ayudan a construir un modelo teórico de la sociedad humana que no difiere sustancialmente del propuesto por Rousseau y Diderot. Este es el camino: para conocer nuestra sociedad, la civilización que nos formó, debemos empezar por rechazarla. Es el precio que hay que pagar antes de iniciar una “segunda navegación”:
“Los defensores del progreso se exponen a ignorar, por el poco caso que hacen de ellas, las inmensas riquezas acumuladas por la humanidad. A uno y otro lado del estrecho surco sobre el que tienen fijos los ojos, sobreestiman la importancia de los esfuerzos pasados o menosprecian todos aquellos que quedan por cumplir para el beneficio de la civilización. Si los hombres sólo se han empeñado en una tarea: la de hacer una sociedad buena para vivir, las fuerzas que han animado a nuestros lejanos antepasados aún están presentes en nosotros. Nada ha sido jugado; podemos retomarlo todo. Lo que se hizo y se frustró puede ser rehecho: “La edad de oro que una ciega superstición había ubicado detrás (o delante) de nosotros, está en nosotros” (Lévi-Strauss, Tristes trópicos, pag 494, editorial Paidós, 2011)

viernes, 5 de diciembre de 2014

Hacia una nueva hegemonía.
Óscar Sánchez Vega

Podemos pretende disputarle al PSOE la hegemonía de la izquierda, titulaba días atrás El País. ¿Entendemos el mensaje? ¿Lo entienden acaso en la redacción del periódico? Aparentemente el significado es muy claro: Podemos pretende adelantar al PSOE en las próximas elecciones, convirtiéndose de este modo en el partido de izquierdas con más apoyo electoral. Pero cuando los dirigentes de Podemos, especialmente Iñigo Errejón, hablan de “hegemonía” quieren decir algo más.

Ernesto Laclau publica junto con su compañera Chantal Mouffe “Hegemonía y estrategia socialista” en 1985. En esta obra el filósofo argentino pretende construir una idea de hegemonía desde bases marxistas, psicoanalíticas y comunitaristas. De los marxistas toma la concepción de la política como lucha y antagonismo. Un antagonismo que, contrariamente al enfoque clásico y en la línea de Gramsci, no es meramente económico sino que es más bien cultural o ideológico. Lo que se disputa es ante todo un modelo de vida, unos valores, una concepción de la política y la justicia social que "nosotros" entendemos de forma muy diferente a "ellos"; nada puede ser cabalmente comprendido al margen de tal oposición. Por ello, para Errejón, la “política del consenso” que se impone en España durante la Transición es, en la práctica, la negación de la política misma, o mejor aún, una artimaña propagandística para hacer pasar la victoria de una facción como “voluntad general”. Del psicoanálisis, especialmente de Lacan, Laclau toma la idea de que la reconciliación es imposible, que la castración es el modo de ser esencial del ser humano, que la sociedad ideal no existe, ni puede existir y que el conflicto es consustancial a la naturaleza humana. Abandonemos pues todo ideal utópico porque el mero planteamiento del ideal es un foco generador de todo tipo de frustraciones. De los comunitaristas, como Tylor y Walzer, recoge la crítica a la idea liberal de un “yo” racional y libre previo a la comunidad. Tal concepción del ser humano es una pura fantasía. El ser humano vive en sociedad y es desde la sociedad como toma conciencia de la realidad. Las cosas, los hechos, no tienen un sentido que de algún modo aprehendemos sino que el sentido es ya una construcción social. Los datos por si mismos nada significan, es la comunidad quién les da un sentido y adquieren significados muy diferentes en función de como se agrupen, seleccionen o contrapongan.

¿En que consiste pues la hegemonía? No en ganar unas elecciones sino en ostentar el poder ideológico; en constituir un orden moral, cultural y simbólico; en marcar el sentido de los hechos; en fijar los límites de lo que puede o no puede ser dicho marcando así las reglas del “discurso posible”; en imponer valores e implantar un ideal.  En España, incluso durante los gobiernos del PP, el discurso hegemónico ha sido el del PSOE; ha sido el PSOE quien nos ha enseñado a pensar y hablar políticamente, ha propuesto los valores constitucionales y se ha apoderado del lenguaje de la cultura. Los dirigentes de Podemos son ambiciosos, piensan que la sociedad española está madura para un nuevo lenguaje, una nueva vida… una nueva hegemonía.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Lección de escritura.
Óscar Sánchez Vega

 "Cuando yo uso una palabra --insistió Humpty Dumpty con un tono 
de voz más bien desdeñoso-- quiere 
decir lo que yo quiero que diga..., ni más ni menos. 
--La cuestión --insistió Alicia-- es si se puede hacer que 
las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
--La cuestión --zanjó Humpty Dumpty-- 
es saber quién es el que manda..., eso es todo."
 Lewis Carroll, Alicia a través del espejo.  

Claude Lévi-Strauss publica en 1955 Tristes trópicos, un libro de viajes o un ensayo cultural -es difícil catalogarlo- donde se relatan sus primeras expediciones etnográficas en Brasil entre 1935 y 1939.  En el Mato Grosso Lévi-Strauss pasa una larga temporada conviviendo con los utiarití, una pequeña banda ágrafa de la tribu de los nambiquara, con el objetivo de documentar la vida y cultura de un pueblo casi desconocido por entonces. Poco antes Lévi-Strauss había documentado de manera detallada las complejas pinturas y ornamentos de los caduveo, lo que había ayudado, en gran medida, a comprender sus creencias e ideología. Alentado por el éxito obtenido con los caduveo, Lévi-Strauss ofrece papel y lápiz a los indígenas con la esperanza de que dibujen algo, pero esta vez no logra su objetivo; los nambiquara no saben dibujar porque su cultura material es extremadamente pobre, no tienen cerámica, sus útiles carecen de toda ornamentación y, a diferencia de otras tribus amazónicas, no adornan sus cuerpos con pinturas. Sin embargo, días después descubre un grupo de indígenas ocupado en trazar líneas horizontales onduladas en las hojas que les había proporcionado. ¿Qué hacían? ¿qué trataban de hacer? Finalmente Lévi-Strauss comprende que los nambiquara intentaban dar al lápiz el mismo uso que habían observado en el etnógrafo, el único que podían concebir: intentaban escribir. Para la mayoría el esfuerzo terminaba ahí, pero el jefe Wakletoçu trataba de ir más allá. Pidió a Lévi-Strauss una libreta de notas y comenzó a “trabajar tomando notas” al lado de él. En vez de comunicarse oralmente, como había hecho hasta entonces, trazaba en el papel sinuosas líneas, las examinaba detenidamente y se las tendía al etnógrafo. Lévi-Strauss le seguía el juego, fingía descifrar el sentido de las líneas y el jefe, a cambio, le iba haciendo las aclaraciones oportunas.

En una ocasión Lévi-Strauss pide a Wakletoçu que organice un encuentro de bandas amigas con el fin de calcular, de manera aproximada, la cifra de la población nambiquara. Para convencerle el antropólogo francés promete llevar regalos y hacer intercambios. El jefe duda, pues el lugar fijado para el encuentro no es seguro para los blancos después de la muerte de siete obreros que trabajan en la línea telegráfica que atraviesa la meseta en 1923, pero, finalmente, el encuentro se lleva a cabo. Después de una dura travesía alcanzan el lugar de la cita y comienzan largas presentaciones regidas por un complejo y desconocido protocolo. Al día siguiente Wakletoçu reúne a todo el grupo en torno suyo, para sorpresa de Lévi-Strauss, y saca de un cesto un papel dibujado con líneas curvadas donde buscaba, con un titubeo afectado, la lista de objetos que el etnógrafo debía entregar a cambio de los regalos ofrecidos: ¡a este por un arco y flechas, un machete! ¡a este otro por sus collares, un cuchillo! etc. Esta comedia se prolongó durante dos horas, de tal forma que todo el intercambio pasaba por las manos del jefe Wakletoçu, el cual, parecía evidente, era el aliado del hombre blanco y participaba de sus secretos. Naturalmente el prestigio de Wakletoçu entre los nambiquara aumentó considerablemente.

Esta anécdota le da pie a Lévi-Strauss para hacer una reflexión sobre la escritura. A primera vista la importancia de la escritura es básicamente de carácter intelectual o epistémica. Suponemos que su aparición multiplicó milagrosamente la capacidad humana para almacenar conocimientos. Podría concebirse la escritura como una memoria artificial cuyo desarrollo propicia una nueva forma de vida más humana, liberada de las ataduras de la vida natural gracias a una mayor capacidad para prever el futuro en base a un conocimiento más profundo del pasado. Gracias a la escritura los conocimientos pueden ir acumulándose más allá del incierto umbral de la memoria individual. Tal es la perspectiva de Gustavo Bueno, entre otros, cuando señala a la escritura como un rasgo diferenciador entre la civilización y la barbarie.

Sin embargo, a juicio de Lévi-Strauss, nada de lo que sabemos de la escritura y su papel en la evolución humana justifica esta concepción. La gran trasformación del modo de vida humano se produjo en el neolítico, antes del nacimiento de la escritura. Es la agricultura, la domesticación de los animales, el desarrollo de la cerámica y la metalurgia lo que genera un enorme cambio en las condiciones de vida de la humanidad. La revolución neolítica se desarrolló con rigor y continuidad en una época en que la escritura era una desconocida. La escritura nace entre el cuarto y el tercer milenio antes de nuestra era, cuando los cambios más trascendentales ya habían tenido lugar. El único fenómeno que ha acompañado fielmente a la escritura es la formación de ciudades e imperios, es decir, la integración de un número considerable de personas en un entramado social complejo jerarquizado en clases sociales o castas. Esto es lo que podemos constatar desde Egipto a China: la escritura favorece la explotación de los hombres antes que su emancipación. Lévi-Strauss sostiene, de forma provocadora, que “la función primaria de la la comunicación escrita es facilitar la esclavitud”. La función intelectual de la escritura es una función secundaria y, en muchos casos, sirve para ocultar o justificar la función social primordial.

Así, desde esta perspectiva, podemos entender mejor el interés de todos los Estados liberales europeos en alfabetizar a todos los ciudadanos a partir del siglo XIX. La institución de la educación obligatoria marcha a la par con la proletarización de amplias capas de la población y la extensión del servicio militar. No es, como nos inducen a creer, que un pueblo alfabetizado pueda oponerse con más eficacia y conciencia al Poder constituido, sino más bien al contrario: es necesario que todos sepan leer y escribir para que puedan desempeñar eficazmente la función que el Poder ha designado para ellos y cumplir con lo establecido en la Ley. Wakletoçu, a su manera, lo sabía; intuyó que el secreto de la escritura podía ayudarle a controlar al grupo e incrementar su poder, que la función de la escritura no es como pudiera parecer comprender, entender o retener la información sino acrecentar el prestigio y la autoridad de una clase social o un individuo.

domingo, 16 de noviembre de 2014

¿Para qué sirve la filosofía?
Borja Lucena


Últimamente, andaba yo repensando el texto de Deleuze en el que aboga por ser agresivo, por ser insultante, por ser belicoso ante la pregunta por la utilidad de la filosofía. Lo cierto es que, en principio, nada puede objetarse ante esa interrogación pretendidamente ingenua: frente a la continua apuesta por la resolución de problemas, por la actividad desenfrenada y la productividad multiplicadora, en la filosofía nada se resuelve, nada se hace. Somos, parece, de otra época, y estamos en crisis desde el fin de la escolástica.

Una disciplina fortalecida en el cerco invisible del pensamiento, cuya actividad primordial reside en el ejercicio de la no-actividad, cuyos productos no solucionan nada, cuyo lenguaje no pretende "comprar" el mejor argumento -si es que puedo usar una expresión tan pedante como cursi que se escucha a veces en las tertulias radioafónicas-; una actividad de esta naturaleza parece hoy destinada a no durar, a consumirse en los márgenes de la febril circulación de mercancías, ocurrencias, soluciones sociales definitivas, iniciativas emprendedoras. Y todo a pesar de los esfuerzos de Savater por reconvertir al pensamiento filosófico en "espíritu crítico" y manual de instrucciones de la ciudadanía. Lo que hoy denominamos "conocimiento", ese "know-how" - o como lo llamen en la siniestra jerga de Dora exploradora- sirve para servir, y la filosofía únicamente puede, en esa competición utilitaria, aspirar a un honroso puesto en el relicario de los saberes del pasado. Ante aquella pregunta, ¿Cómo explicar que la cuestión estriba en que el orden de los efectos del pensar no pertenece a ese terreno en el que se da la utilidad, que es algo deducido y derivado? El orden del pensamiento es constitutivo, remite a la potencia de las causas configuradoras, y así, antes que combatir en la arena de las utilidades, lo hace en el espacio que dispone los presupuestos mismo de cualquier noción de "útil" o "inútil". Me temo que esa es la batalla que estamos perdiendo, o que no hemos avistado como auténtica batalla. Lessing expresó en una pregunta esas dos cosas, el carácter derivado de la utilidad y la negativa a condenar al pensamiento a la esfera de los meros efectos: ¿cuál es la utilidad de lo útil?

¿Qué decir ante la pregunta por la utilidad? ¿Que eso de resolver problemas exige asentir a la idiocia de que sólo son problemas aquellos definidos como tales por los que te encargan su resolución y que, por lo tanto, hay un problema político previo? ¿Que frente a la sumisión a los procedimientos burocráticos de gestión de tareas la filosofía tiene que emanciparse de la cadena de mando y no aceptar los de encargo, sino buscar, componer, escoger los problemas? ¿Mandarla al carajo? Gracias a mi amigo Gregorio Luri (aquí), he dado en conocer una respuesta verdaderamente insultante, belicosa, agresiva. Una respuesta, sin más, filosófica. Procede del repertorio de anécdotas relativas a Ortega y Gasset. Aquí la dejo, por si uno de estos días os preguntan sobre la utilidad de la filosofía:  
"Don Francisco Grandmontagne fue obsequiado con una comida a la cual concurrían elementos intelectuales y artistas que querían rendir un homenaje al insigne escritor.
En la mesa, frente a don José Ortega y Gasset, quiso la mala fortuna que se sentara un businessman que mostraba un profundo desprecio por los teóricos, como él decía, y, singularmente, por los filósofos.
- ¿Para qué sirve un filósofo? -decía-. Para nada. En cuanto a mí, creo que la palabra filósofo es un eufemismo que designa a un necio. Porque, seamos francos, ¿qué diferencia hay, qué distancia separa a un filósofo de un tonto?
- La anchura de una mesa -respondió amablemente Ortega".

Alfredo Rodríguez Antigüedad, Anecdotario.

martes, 28 de octubre de 2014

La soledad moderna y el espacio.
Eduardo Abril Acero

La concepción que tenemos del espacio como hombres modernos es ideológica, algo que se pone de manifiesto en el hecho de que esta realidad se concibe ya como un imponderable de la naturaleza, como algo dado sobre lo que ya no cabe un pensar. El espacio es, de forma fácil y natural, esa substancia extensa que describía Descartes y, en nosotros se asienta como una percepción natural. El espacio es eso que está ahí, que tiene propiedades geométricas únicamente, y donde se despliegan llenándolo la cantidad contable de los seres. Es eso que se mide en metros, en kilómetros, en millas, en pulgadas, pero que, al fin y al cabo, goza de unas propiedades objetivas y registrables sobre lo que no cabe la discusión.  Precisamente por eso, porque no cabe la discusión, es uno de los conceptos más sospechosamente ideológicos, y por ende, políticos, de la modernidad. Se puede objetar que el espacio no es político, sino que es “lo que es”, y lo político es lo que hacemos los hombres con esa realidad que se nos aparece y por la que caminamos y vivimos. Pero lo cierto es que lo más político del espacio no es su uso, sino el concepto mismo que la modernidad ha trazado del espacio y en el que sólo cabe cierto uso.

Un análisis fenomenológico del espacio da cuenta cómo sus características geométricas no pueden sino ser una abstracción, una derivación secundaria de cómo el espacio se presenta ante nosotros. Si intentamos la reducción fenomenológica nos damos cuenta cómo el espacio no es algo mensurable inicialmente, sino algo vivencial. El espacio es eso que yo hago para dirigirme a las cosas, para asir aquello que está “a la mano”, eso que da cuenta de mi identidad distinta, de aquello que se distingue de mí. Si acudimos a nuestro primer contacto espacial, en la infancia, nos damos cuenta de qué forma el espacio no es más que ese ámbito de diferenciación entre los seres, ámbito que inicialmente no está. El niño, nos dice Lacan, nace experimentando una absoluta indiferenciación entre sí mismo, su cuerpo, las imágenes percibidas, sus movimientos, y aquello otro, que inicialmente no es ni siquiera un “otro”, que forma parte en el mismo rango de toda su experiencia fenomenológica, de todo el aparecer. En el comienzo de nuestra experiencia no hay espacio porque no hay diferencia, somos seres capturados por completo por el ambiente, por la manifestación fenomenica de todo lo que se aparece. Sólo tras la diferenciación entre un yo, y un otro, surge algo así como el espacio, como aquello que limita y contiene: el cuerpo que me contiene a mí, el cuerpo que contiene aquello sobre lo que camino, aquello que agarro, aquello que me habla y me acaricia. El yo y el espacio, el yo y el mundo, nacen para co-pertenecerse en una relación que durará hasta el día de nuestra muerte. Ese espacio no es más que la forma en la que se establece esta relación entre el yo y los objetos del mundo, en el que ni el “yo” ni aquello otro que no somos, es independiente lo uno de lo otro, pues sólo surgen en la relación diferenciante.

El espacio, por tanto, no es esa sustancia extensa y vacía que nos encontramos en nuestro habitar, sino que es la relación que se establece entre lo que es el hombre y aquello que “no es” lo que genera algo así como un espacio. Sólo cuando este ámbito vivencial ha surgido, cabe una abstracción cartesiana reduciéndolo a lo mensurable. Por eso, hay que partir de otra consideración, la de que la concepción moderna del espacio, es en sí misma ya un modo de habitar el espacio, de relación entre el hombre y los demás seres del mundo, un modo de ser-en-el-mundo. Pues bien, la postura que voy a tratar de mantener aquí, es la de que el concepto de espacio moderno esconde un modo de habitar la tierra que convierte este mismo habitar en imposible, un modo inhabitable de habitar.

¿En qué sentido decimos que un modo de habitar es inhabitable? Por todas partes parece que sólo encontramos elogios para el modo de vida moderno-occidental; es el que más prosperidad económica ha traído, más comodidad, más ocio, más desarrollo técnico. Incluso para los críticos de este modo de habitar, el occidental, parece que el objetivo sigue siendo el aumento de esos “estándares” de ocio, comodidad y desarrollo técnico. Parece que la modernidad, ha alumbrado en Europa y en todo el mundo occidental, un modo de vivir para el que solo cabe el elogio. Y sin embargo, lo que afirma este escrito es precisamente lo contrario: que lo que ha generado es un modo de vida que convierte la vida en algo invivible. 

El sentido del que parto es el concepto heideggeriano de “lo propio” (eigentlich), pudiendo distinguir modos de vivir que son “propios”, en este caso vivibles, y modos de habitar que son “impropios” o “invivibles”. En Ser y Tiempo, se usa el termino de  “impropio” para referirse al Dasein que está diluido en los dictámenes del Uno. Dicho de otro modo, la impropiedad afecta al hombre cuando es sólo repetición de un esquema heredado y ya, por ninguna razón, es capaz de un nuevo acaecimiento, está ya sólo vertido a ser un ejemplo más de una serie. La propiedad o autenticidad coincidiría, por tanto, con el estado en que el hombre es capaz aún de decir algo nuevo. Pues bien, en este sentido el modo de habitar la tierra del occidental moderno es un proyecto invivible en el sentido de que coincide con el proyecto de convertir al hombre en la repetición de un esquema que ya no puede escapar de sí mismo, aún cuando ese esquema esté vehiculado por un goce enorme (en forma de ocio, comodidad y desarrollo técnico).

¿Cual es el espacio habitable? En “Construir, Habitar, Pensar”  Heidegger nos habla de un habitar que permite que se den cita allí las cuatro dimensiones de todo vivir humano: los dioses, los mortales, el cielo y la tierra. Heidegger concibe el espacio como un espacio de lucha, de conflicto, como una pelea incesante del hombre con la tierra, generando nuevos modos de habitar, nuevos dioses, distintas formas de afrontar la mortalidad y temporalidad humana. Un espacio instaurado por el vivir humano que abre el espacio-tiempo, generando la historia y haciendo del habitar humano una constante renovación de posibilidades. 

Contra esto, el pensamiento moderno piensa el espacio como una  pura extensión vacía. El texto donde se teatraliza la puesta en acto de esta forma de concebir el espacio es el Discurso del método. En el apartado 18b de Ser y tiempo Heidegger hace un análisis de la concepción del mundo en Descartes como extensión, explicando que lo que hace Descartes es tomar por los atributos del mundo y el espacio, únicamente un modo de pensarlo, el de las matemáticas. Descartes no investiga realmente en el mundo, sino que partiendo de un modo de conocer, esto es, el conocimiento matemático, determina cuál es el ser del mundo, que es precisamente aquello que puede ser determinado y pensado en las matemáticas. Con esto Heidegger nos está diciendo que Descartes no está pensando realmente el ser de lo mundano, sino que únicamente está articulando un modo se ser-en-el-mundo previo, una precomprensión previa y desde la cual Descartes está construyendo su pensamiento.

El Discurso del método es un texto paradigmático para comprender cómo se articula un pensamiento como modo de habitar la tierra. Aquí, el filósofo francés traza una analogía entre lo que está tratando de hacer en el propio discurso, fundamentar una nueva forma de conocer  y el construir-habitar una ciudad, como si fueran la misma esfera el construir, el habitar y el pensar, tal y como así lo constata Heidegger.  Al comienzo del capítulo segundo Descartes escribe:
“[…] muchas veces sucede que no hay tanta perfección en las obras compuestas de varios  trozos y hechas por las manos de muchos maestros, como en aquellas en que uno solo ha trabajado.  Así  vemos  que  los  edificios,  que  un  solo  arquitecto  ha  comenzado  y  rematado,  suelen  ser  más  hermosos y mejor ordenados que aquellos otros, que varios han tratado de componer y arreglar,  utilizando  antiguos  muros,  construidos  para  otros  fines.  Esas  viejas  ciudades,  que  no  fueron  al  principio sino aldeas, y que, con el transcurso del tiempo han llegado a ser grandes urbes, están, por  lo común, muy mal trazadas y acompasadas, si las comparamos con esas otras plazas regulares que  un ingeniero diseña, según su fantasía, en una llanura; y, aunque considerando sus edificios uno por uno encontremos a menudo en ellos tanto o más arte que en los de estas últimas ciudades nuevas, sin embargo, viendo cómo están arreglados, aquí uno grande, allá otro pequeño, y cómo hacen las  calles  curvas  y  desiguales, diríase  que  más  bien  es  la fortuna  que  la  voluntad  de  unos  hombres provistos  de  razón,  la  que  los  ha  dispuesto  de  esa  suerte”1.
Y un poco más adelante añade:
“Verdad  es que  no  vemos  que  se  derriben  todas  las  casas  de  una ciudad  con el  único propósito  de reconstruirlas  en  otra manera  y de hacer  más  hermosas las  calles;  pero vemos  que muchos  particulares  mandan  echar  abajo  sus  viviendas  para  reedificarlas  y,  muchas  veces, son forzados  a  ello,  cuando  los  edificios  están  en  peligro  de  caerse,  por  no  ser  ya  muy  firmes  los  cimientos”2.
Lo interesante de estos fragmentos reside en el hecho de que, para fundamentar la subjetividad, descartes acude a metáforas constructivas urbanas, contraponiendo un modo de habitar-construir, que considera obsoleto y que hay que superar, con su propósito de establecer una nueva manera de habitar-construir. El antiguo modo al que Descartes se refiere e identifica con el mundo medieval, consiste en un modo de abrir el espacio-lugar mediante el cotidiano existir de la comunidad, en una tarea de colaboración en la que no hay un diseño previo, sino que el espacio se configura a medida que se construye la comunidad.

Pues bien, frente a este construir-habitar comunitario medieval, mucho más acorde con el pensar heideggeriano, Descartes propone un habitar solitario en el que la comunidad desaparece. En lugar de esas ciudades con callejuelas retorcidas, donde las casas aprovechan los antiguos muros de defensa para sostenerse, y los mercados aparecen por el trasiego humano, Descartes propone la ciudad trazada en el boceto del arquitecto solitario, que hace surgir una ciudad a partir del espacio vacío del papel en blanco. El espacio en este caso, ya no es el del lugar, ese todo significativo que conecta lugares abriendo un mundo para el existir, sino un espacio abstracto y vacío sobre el que opera el geómetra y el arquitecto con su escuadra y su cartabón. El mundo como extensión es algo carente por completo de significatividad, algo de lo que puede disponerse a antojo en la imaginación del ingeniero, trazando avenidas amplias, carreteras rectas y rápidas, edificios funcionales y trasladando todo eso, posteriormente del diseño y la planificación, a lo real de la tierra. Y el resultado es, precisamente el esperado, una red funcional, geométrica y homogénea, pero que, por no haber surgido del habitar de los hombres, hace que el paraje desaparezca y en su lugar aparezca el monótono presentarse de lo mismo.

El  París de Haussman es un ejemplo de esto que digo, una ciudad majestuosa diseñada en un estudio de arquitectura, y frente a la cual a veces el visitante pierde la noción del tiempo, pues el sucederse de las avenidas exageradas, y los edificios con sus tejados uniformados y sus fachadas repetidas, hacen que uno no sepa si va de un sitio a otro, u ocupa siempre el mismo lugar. Algunos arquitectos como Garnier, criticaron en la época, la sofocante monotonía de el nuevo París que estaba surgiendo de la remodelación de Haussman. Tal planificación no puede ser considerada ya como una mera reordenación urbana en aras de una ciudad más eficaz, sino que hay que tomarla como lo que es, un síntoma de todo un proyecto de habitar la tierra que coincide con el proyecto metafísico-cartesiano y que, como tal se despliega no sólo en un modo de construir, sino en un tipo de hombre, un estado político, y todo lo que conlleva lo abierto de un mundo.

La reestructuración del París de Haussman sigue punto por punto el proyecto cartesiano de espacio, por más que Descartes se cuidara en el Discurso de no pasar por un revolucionario que quería un cambio total. Igual que el filósofo francés derribaba el edificio del conocimiento, erigido mediante un trabajo de siglos en la comunidad de los hombres, para erigir uno nuevo sobre cimientos firmes donde el elemento comunitario ya carecía por completo de sentido, en París se derribaron miles de edificios que el trasiego de los hombres había levantado y mantenido largamente, pues el trazado medieval se mantenía prácticamente inalterable desde el siglo XIII, para erigir una nueva ciudad que ya no estaba hecha, o pensada en un sentido heideggeriano, para el habitar comunitario, sino para un hombre aislado, sin necesidad de vínculo social, que estaba llamado a ser un esquema de repetición y mediocridad.

Sin ningún respeto por ese habitar que había erigido lugares, plazas, mercados, conectados unos con otros en el cotidiano existir, Haussman operó como el arquitecto del que habla Descartes, desde la soledad de su estudio y sobre el papel en blanco, símbolo del único atributo concedido al mundo moderno, la extensión. Algún fanático de la planificación urbanística Podría objetar que el resultado, el nuevo París, fue un espacio urbano más amable y habitable, pero esto no fue realmente así. Duque ha señalado cómo las nuevas plazas y bulevares abiertos, eran diametralmente opuestos a las antiguas plazas medievales y otros lugares de encuentro, donde se llevaba a cabo la experiencia de la comunidad. Estos nuevos espacios se concebían como “plazas-vacío”, imposibles de transitar y habitar, donde el encuentro y el intercambio eran del todo negados. Más bien parecen esos lugares como espacios pre-pensados para que fueran tomadas finalmente por el tráfico, en donde los únicos acontecimientos comunitarios podrían ser los desfiles militares, o los paseos de los autobuses ocupados por turistas enchufados a auriculares que dispensan textos enlatados. Duque pone otro ejemplo de esta nueva ciudad no humana, el Washington monumental, el espacio diseñado con esmero y adornado con jardines, lagos artificiales, monolitos y construcciones que inspiran la antigua Roma imperial que, sin embargo, está vacío de vida y se asemeja más a un gigantesco cementerio que a una ciudad viva.

Este mismo proceso que inicia París y  toca techo el Washington monumental, será seguido por docenas y docenas de ciudades europeas que derribando edificios y reordenando la ciudad, terminarán por vaciar de todo rasgo de vida los centros históricos de las ciudades. Pero la más terrible y total planificación del espacio urbano se va a llevar a cabo tras la Segunda Guerra Mundial, pues la poco azarosa caída de las bombas haría que cientos de ciudades europeas quedasen convertidas en extensos solares. Tal destrucción y la excusa de la carencia de viviendas, va a recuperar las ideas del racionalismo moderno, llevando al paroxismo la racionalización y planificación del espacio sobre el plano.  Las New towns inglesas van a ser el modelo para todas las reconstrucciones. Consistían en estructuras tipo colmena, donde el espacio era aprovechado al máximo y el criterio era el aprovechamiento de los recursos y la conexión de estos lugares con los centros de trabajo, como pilas suministradoras de energía (humana). En estos barrios las casas de cada calle repetían las de la calle anterior, perdiéndose por completo la orientación. En el París monótono de Haussman al menos la monotonía era de fachadas labradas y de jardines y monumentos, pero aquí todo quedaba subsumido bajo la pura indistinción de colores y materiales, donde cualquier esquina era igual a cualquier otra. 

Tales construcciones cumplían su cometido de alojamiento, pero resultaban un desastre desde el punto de vista existencial.  Los nuevos barrios resultaban monótonos, feos, aburridos, deprimentes, incómodos, desoladores y resultaron ser finalmente la causa del deterioro social: la segregación, la marginalidad, la delincuencia, situaciones que impedían toda configuración de una comunidad real. Maderuelo3 señala que en algunos casos el problema llegó a ser tan acuciante que se tomaron decisiones drásticas, como la demolición de barrios enteros, en los que ya no era posible ningún tipo de abordaje, ni policial, ni social ni educativo. Es el caso de el Pruitt Igoe Housing de St Louis que fue demolido hasta la última piedra en 1972, y supone el paradigma de la inhabitabilidad del construir técnico moderno.

Lo que quedaba patente en estas neociudades era que el modo de disponer el espacio, de planificar los lugares, no era inocua respecto de los habitantes de esos no-lugares. Eran espacios diseñados para hombres sin comunidad cuya única función era la utilidad en tanto que recurso humano al servicio de la industria. Fuera de esta situación, durante las épocas de carencia de trabajo y crisis económica, la no existencia de comunidad, convierte estas zonas marginales es auténticos polvorines nihilistas a punto de estallar (como los disturbios de Los Angeles en 1992, las revueltas en Francia en el 2005 o las de Inglaterra en el 2011). Para corregir estos problemas en el diseño de las neociudades posteriores, por ejemplo las últimas villes nouvelles en el área periurbana de París se insertaron artificialmente elementos conformadores de significatividad, tratando de crear  forzadamente lo que generalmente produce el tiempo y la convivencia de comunidades reales: plazas peatonales, espacios ajardinados, murales, esculturas, cambios en la textura de los pavimentos, variedad de colores y formas en las construcciones... etc. Sin embargo, el resultado fue la generación, en esos espacios, de comunidades reales, sino que, a lo sumo se han gestado enormes barrios-dormitorio en los que los habitantes se relacionan entre sí, y con su entorno con extrañeza y lejanía.

Aunque Heidegger no se refiere directamente al urbanismo en ninguno de sus textos, sí puede emplearse los ejemplos que utiliza para pensar la relación entre el diseño de espacios, edificios y ciudades y el habitar humano. En La pregunta por la técnica compara dos construcciones que muestran de qué modo todo este pensar está en su indagación, una moderna central hidroeléctrica sobre el Rhin y, el puente medieval. Ambas son construcciones técnicas que, como hemos dicho, no deben ser consideradas como meros instrumentos (para cruzar de una orilla a otra o para generar energía), sino que como construcciones, son ya modos habitar, y por tanto, modos de abrir un mundo, de desocultar, de espaciar, de abrir el espacio circundante. No voy a insistir en la descripción de cómo abre ese mundo el puente medieval, haciendo aparecer las orillas-lugar, estableciendo una referencia en el camino, dotando de significatividad al paraje. Lo que sí voy a hacer es tratar de explicar de qué modo abre también el mundo, y por tanto el espacio, la central hidroeléctrica, pues esto nos dará perfecta cuenta de por qué el espacio de la modernidad, el espacio de estas ciudades pre-diseñadas que habitamos, desemboca en un espacio imposible de habitar.

Heidegger se pregunta cuál es la diferencia entre el construir antiguo, el puente medieval, y la moderna tecno-ciencia. Nos dice que la técnica antigua establecía una tensión entre el mundo abierto en el establecimiento del puente, y la resistencia de la tierra, que mantenía oculto su poder y sus posibilidades. El mundo humano era una rasgadura, un espacio ganado para la vida en medio de la incertidumbre y la amenaza, pero siempre amenazado por su propia fragilidad. Precisamente por eso, el lugar abierto por el puente medieval -por la catedral, la ciudad o el campo de labranza junto a la cabaña- al mismo tiempo que establecía el espacio para el habitar humano, retenía sobre sí, la posibilidad de una nueva apertura, puesta de manifiesto por el retirarse de la tierra. Dicho de otro modo: en medio de la fragilidad, no todo queda al descubierto, no todas las posibilidades son agotadas, no se cierra sobre sí el habitar humano, la posibilidad de la sorpresa y lo inesperado.

En cambio,  la moderna tecno-ciencia, el construir moderno, ejemplificado por Heidegger en la central sobre el Rhin, borra por completo la resistencia de la tierra y se erige como dominación absoluta. El espacio abierto, deja de ser una rasgadura ganada al tiempo, una brecha en medio de la amenaza, y se dispone como mera extensión disponible para el diseño del ingeniero. Todas las cosas quedan expuestas, sin misterio, sin dioses, sin incertidumbe, cologados ahí como meros utensilios, mercancías apiladas para su uso, o desechos que contaminan la tierra.

La técnica antigua muestra un equilibrio entre el espacio abierto para la vida, y la amenaza de la tierra que no se deja apresar. El molino, por ejemplo, se sirve de la corriente del río, de sus rápidos y de su fuerza para moler el grano. Pero el río no se deja convertir en mercancía, pues la corriente  no está siempre a merced de la noria. El molino deja ser al río lo que es, no lo convierte por completo en una disponibilidad,  permitiendo que la tierra se retraiga, mostrando la incertidumbre de vivir, algo que se hace evidente un día de aburrimiento del molinero que la corriente misteriosamente no entrega su fuerza acumulándose el grano para moler junto a la piedra gigante.  En cambio, la moderna tecno-ciencia pretende la anulación completa de la resistencia y dispone un espacio sin fisuras, un espacio cartesiano. La central hidroeléctrica ya no necesita de la corriente en absoluto, pues cree que es algo generable mediante la construcción de una presa, lo que permite disponer de esa fuerza a discreción y a voluntad. Puede así ser ininterrumpida la producción de energía. La central hidroeléctrica ya no está construida en el río como el viejo puente que junta una orilla con la otra, y hace aparecer un paraje, es más bien la corriente la que está construida en la central, es la central la que hace aparecer algo así como el río. Pero éste ya no es un discurrir de agua que atraviesa campos, ciudades y permite que un puente acerque sus dos orillas. Ahora sólo es disponibilidad absoluta de la corriente.

Esta técnica, por tanto, está haciendo aparecer un extraño lugar que poco tiene que ver ya con el paraje, con el espacio abierto para la vida, puesto que prescinde de toda significatividad, de todo habitar humano en el que los hombres comunitariamente hacen su vida, cruzando de una orilla a otra o bajo la claridad de la luz filtrada de la catedral. En su lugar lo que aparece es lo que ahora Heidegger llama existencia, algo que está ahí al modo de la reserva, siempre a disposición de su requerimiento, uso y gasto. El mundo que se abre en la moderna tecno-ciencia, es un mundo de no-lugares, pues las existencias tienen la característica de ser intercambiables unas por otras, mientras que los lugares son espacios socio-simbólicos únicos que dan sentido al habitar humano (o que el habitar humano se significa en ellos). Por eso, los lugares de la modernidad, en tanto que existencias, no serán más que la repetición constante del mismo lugar. En el espacio-tiempo abierto por la tecno-ciencia “se hace ilusoria toda relación con la realidad que no sea su aseguramiento y control. No hay ya más que una forma de manifestarse las cosas. O lo que es lo mismo, no hay más que “existencias”4

Sería absurdo decir que la catedral de Chartres es interambiable por la de Burgos o vale para lo mismo, es un lugar semejante. Sin embargo, los centros comerciales, los aeropuertos, los supermercados, los nudos de autopista, los barrios periféricos, las fábricas y oficinas, todos esos lugares, carentes de significación, por ser sino la clonación hasta el infinito de un esquema técnico, nos hacen ya vivir a los hombres una y otra vez la repetición del mismo día, ya vivamos en un suburbio de Londres, un apartamento de New Jersey o en un barrio de Majadahonda.

Después de la Segunda Guerra Mundial, los lugares que el tiempo había abierto para la vida durante años, habían quedado reducidos a escombros. Pero podría decirse que las bombas sólo pusieron de manifiesto una destrucción anterior. Por esta razón, pese a que los gobiernos europeos trataban de reconstruir esos espacios socio-simbólico que dotaban de sentido la vida comunitaria, su propósito era rápidamente fagocitado por el desarrollo técnico, y esos monumentales centros urbanos reducidos a escombros, ahora re-lucidos con magníficas réplicas medievales, devenían en meros parques temáticos, donde iba desapareciendo la vida urbana al mismo tiempo que mercados y plazas eran ocupadas por tiendas de souvenirs, franquicias repetidas de ciudad a ciudad y hordas de turistas captando instantáneas en sus cámaras reflex. La catedral dejaba de ser un lugar de congregación de los fieles, y el antiguo mercado perdía su bullicio, para convertirse en postales e instantáneas. Puede verse, por ejemplo, cómo a la entrada de cualquier catedral europea hay más indicaciones para los visitantes que para los fieles, los cuales encuentran secas las pilas de agua bendita. Del mismo modo, es más fácil encontrar turistas, cámara en mano, en mercados como La Boquería en Barcelona, el Mercat central de Valencia o el Mercado de San Miguel en Madrid, que conversaciones sobre el mejor pescado de septiembre entre la pescadera y una señora cargada de bolsas de viandas.   

Y este proceso que parece imparable hace que resulte indiferente si estás en Barcelona, Madrid, Milán, París o Londres, pues en todas partes encuentras las mismas tiendas, repetidas como clones, las mismas inscripciones urbanas, los mismos monumentos, los mismos símbolos. Esto   se hace particularmente evidente en lo que serán los espacios urbanos contemporáneos más propiamente diseñados para el encuentro de personas, en este caso el desencuentro, pues realmente no podemos hablar allí en absoluto de vida comunitaria: los centros comerciales. Los modernos y gigantescos centros comerciales, construidos con casi la misma disposición desde Norteamérica a cualquier rincón de Europa, son los verdaderos lugares surgidos en la pos-modernidad tecno-científica y que bien puede ser considerados como el mundo abierto para el habitar humano contemporáneo. Pero resulta inadecuado hablar de ellos como de lugares tal y como hemos descrito el lugar, puesto que en modo alguno crean un paraje y abren un espacio de significatividad. Auge se refiere a ellos como no-lugares, que resulta ciertamente mucho más acertado. No-lugares por su absoluta intercambiabilidad, su ausencia completa de significación, su proceso de anulación del espacio en tanto que ámbito surgido del habitar humano, de la abertura en mitad de la fragilidad y la incertidumbre. 

Auge es muy elocuente en la descripción de este mundo de no-lugares: “Un  mundo donde se nace en la clínica y donde se muere en el  hospital,  donde  se  multiplican,  en  modalidades lujosas  o  inhumanas,  los  puntos  de  tránsito  y  las ocupaciones provisionales (las cadenas de hoteles y  las  habitaciones  ocupadas  ilegalmente,  los  clubes  de vacaciones,  los  campos  de  refugiados,  las  barracas miserables destinadas a desaparecer o a degradarse  progresivamente),  donde  se  desarrolla  una apretada  red  de  medios  de  transporte  que  son también  espacios  habitados,  donde  el  habitué  de los  supermercados,  de  los  distribuidores  automáticos  y  de  las  tarjetas  de  crédito  renueva  con  los gestos del comercio "de oficio mudo", un mundo así prometido  a  la  individualidad  solitaria,  a  lo  provisional  y  a  lo  efímero,  al  pasaje [...]”5. Comprendemos ahora el Discurso del método. El proyecto de superación de la desordenada vida comunitaria, del trasiego humano incalculable, de las ciudades donde cada calle esconde un secreto, no es más que el proyecto de aislar al hombre en su individualidad más desvinculante, en su soledad más radical. Esto es lo que finalmente  hace patente  la posmodernidad tecno-científica, un espacio de no-lugares, de individuos desconectados unos de otros, donde se hace imposible un habitar comunitario en favor del orden matemático y solitario. 

Un ejemplo de esto, señalado por Auge, es el espacio del viaje. Ninguna época, salvo la modernidad, ha hecho de viajar una marca distintiva de la identidad. Pero el viaje turístico no es, como pudiera parecer, un ingreso vital en otras comunidades, una puesta en común de distintos horizontes, una experiencia de intercambio. Ocurre al contrario: en el individuo que viaja, se produce la total y completa desconexión entre el sujeto y el entorno. Podríamos decir que se cumple por completo el programa cartesiano por cuanto el sujeto queda aislado y el mundo es lo ajeno, lo opuesto a mí, el fondo sobre el que resalta aislado el viajante-turista. El  viaje  construye  una  relación ficticia entre mirada y paisaje, nos dice Auge,  el individuo es un mero espectador  sin ningún vínculo de significatividad real que lo inserte dentro de ese paisaje. En el viaje turístico, por ejemplo,  el lugar al que se viaja es lo de menos, es un no-lugar: “Muchos  folletos  turísticos  sugieren  un  desvío de ese tipo, una vuelta de la mirada como esa, al proponer  por  anticipado al aficionado a los viajes la imagen  de  rostros  curiosos  o  contemplativos,  solitarios  o  reunidos,  que  escrutan  el  infinito  del  océano, la  cadena  circular  de  montañas  nevadas  o  la  línea de fuga de un horizonte urbano erizado de rascacielos.  Su  imagen,  en  suma,  su  imagen  anticipada, que no habla más que de él, pero lleva otro nombre (Tahití, los Alpes de Huez, Nueva York). El espacio del viajero sería, así, el arquetipo del no lugar”6.

El viaje es en realidad la experiencia moderna de la soledad, puesto que el entorno ha devenido un mero objeto independiente, carente de vida, sin significado, producido por las cadenas turísticas y la industria del ocio. Es en el viaje cuando el sujeto moderno experimenta lo verdadero de su subjetividad, la soledad y la ausencia de comunidad, la falta de suelo natal, que diría Heidegger. Y al viaje podemos añadir otras experiencias similares: una vuelta por los pasillos del supermercado, el atravesamiento de un nudo de autopista repleto de bifurcaciones y desvíos, el intercambio de aviones en una terminal de aeropuerto, una tienda franquiciada en una estación de autobuses, tomar café en una cadena de restaurantes de la autopista, esperar resultados de una prueba en la sala de espera de un hospital, dormir en el hotel de un moderno grupo turístico, una tarde en el centro comercial, comer, desayunar o cenar en cualquiera de los miles de restaurantes fotocopiados de McDonalds, Starbucks, Kfc. Todas ellas son experiencias deslocalizadoras, aislantes del lugar socio-simbólico, donde el sujeto solitario queda enfrentado al mundo y se descubre en su verdad auténtica.

El hombre moderno en su habitar es  un ser abstracto y desvinculado, carente de historia, únicamente existente en una constante actualidad, donde el pasado es memoria congelada en un souvenir, y el futuro es repetición del ahora.  La modernidad  es la culminación de la soledad, tal y como estaba ya pensado el sujeto cartesiano. Esta soledad y esta condición  de mercancía (existencia) es la fuente de su única identidad posible, igual que de todo lo real-desvelado, tal como apuntaba Heidegger. Auge nos ayuda a comprender mejor esta idea al señalar cómo el sujeto se vuelve en estos espacios una entidad abstracta que sólo cobra su identificación en los procesos de control. Auge no lo dice, pero esto mismo es lo que ocurre en las fábricas con las mercancías: la mercancía, la existencia es almacenada junto a otras existencias, apiladas unas al lado de las otras, y sólo se diferencian entre ellas en el proceso de control y etiquetado, cuando se verifica su lote y número. En los aeropuertos y supermercados ocurre exactamente lo mismo con las personas: son entidades abstractas y solitarias, indiferenciables unas de otras, y sólo cobran su identidad individual en el momento del control de pasaporte o en la línea de caja con la tarjeta de crédito. Por eso, porque esta soledad desvinculada es nuestra única fuente de identificación,  “el  extranjero  perdido  en  un  país  que  no  conoce sólo  se  encuentra  aquí  en  el anonimato de las autopistas, de las estaciones de servicio,  de  los  grandes  supermercados  o  de  las cadenas  de  hoteles”7.

Lo terrible del no-lugar, de este espacio que hace surgir la modernidad tecno-científica, es que ya no requiere de la comunidad para existir, torna el habitar humano un estar solitario y desvinculado, que no necesita ya del vínculo social. Supone finalmente la desaparición del mundo temporal e histórico que ha dispuesto la vida humana desde su comienzo, y su sustitución por un no-mundo que amenaza con instalarse definitivamente.

1. René Descartes, Discurso del método. Meditaciones metafísicas (Madrid: Espasa Calpe 1999) 48-49
2. Ibid 51
3. Maderuelo, Javier . La idea del espacio en la arquitectura y arte contemporáneos (Madrid: Akal 2008) 168.
4. Ramón Rodriguez. Heidegger y la crisis de la época moderna (Madrid: Síntesis 2010) 164.
5. Marc Auge. Los no lugares (Barcelona: Gedisa 2000) 84.
6. Ibid 91
7. Ibid 110.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Heidegger y el concepto político del espacio.
Eduardo Abril

La concepción heideggeriana de “espacio” es política y vivencial. El espacio no es para él lo que la tradición moderna ha arrojado, la abstracción cartesiana de extensión o estructura trascendental a priori, matemática y geométrica kantiana. Heidegger trata de recuperar la concepción tradicional del espacio pensándolo como lugar significativo, punto de referencia, lo abierto por la presencia del ente que se relaciona con el hombre en su vivir, en su ir y venir, en su trasiego cotidiano.

En “Construir, habitar, pensar” Heidegger nos deja claro que el espacio no es ni algo exterior al hombre, como si hubiera hombres por un lado y espacio por el otro, ni una una mera vivencia subjetiva al modo de Kant. “Los espacios -dice allí Heidegger- se abren por el hecho que se los deja entrar en el habitar de los hombres”1. ¿Cómo ocurre esto? ¿cómo las cosas del mundo, en su cotidiano relacionarse con los hombres abren el espacio en tanto que lugar? Heidegger nos contesta con su famosa alusión al puente de madera sobre el Rhin2. El puente, nos dice Heidegger, no junta simplemente las dos orillas del río, sino que es pasando por éste cuando aparecen las dos orillas. Y no solamente esto, sino que nos dice que es el puente también el que hace aparecer algo así como el “paisaje”, la corriente del río que viene de las montañas lejanas, el bosque que hace que el río se pierda en la oscuridad, el espacio abierto donde el río se ensancha... todo eso aparece como tal cuando se erige el puente que une las dos orillas y cada ente cobra el sentido de lugar en el ir y venir del hombre. El puente hace un sitio, crea un lugar, y hace aparecer el paisaje y todo lo demás, lo que llamaríamos un paraje. Sólo después, una vez las cosas han quedado interrelacionadas como una red de lugares, cabe hablar de algo así como “distancia”. La distancia no es más que lo que trascurre entre un lugar y otro. No está lejos el tiempo en el que el lenguaje alumbraba esta verdad y la distancia se medía en medidas vivenciales: “dos días de camino” se decía un viajante cuando recorría una red de lugares esperando alcanzar su destino.

El lugar lo hace la cosa en su relación vivencial con el hombre. El mundo no es más que esa relación de lugares-cosas dotadas de significatividad en las que se derrama el habitar de los hombres. La etimología de la palabra alemana “raum”, “espacio”, nos da cuenta de esta idea. El significado primitivo de esta palabra apuntaba a un lugar franqueado para la población, o lo que es lo mismo, el lugar habilitado para el vivir humano. Este sentido se conserva en la palabra inglesa room y es evidente en su traducción castellana “habitación”. Un espacio es algo que se ha aviado, que se ha franqueado, que se ha abierto, que ha quedado establecido entre unas fronteras, unos límites, para que el humano habite, establezca su trasiego.

Resulta evidente por qué Heidegger relaciona en esta obra el espacio con el construir: lo que abre el espacio, lo que genera los lugares para este habitar, como ocurre en el caso del puente, es el construir humano, un desbrozar, un abrirse paso abruptamente, un trazar caminos y abrir claros, un habilitar lugares, construir ciudades, establecer campos de cultivo, trazar senderos en las montañas, disponer rutas marítimas, aéreas e incluso espaciales. Es la actividad humana la que abre el espacio.

Pero este construir que dispone el espacio puede hacerse de diversos modos. Podría decirse que es el modo de construir lo que confiere una identidad al hombre. Es así, porque la actividad técnica de la que habla Heidegger no es un mero colocar ladrillos y erigir paredes, es todo un modo de disponerse el hombre en co-pertenencia con el mundo. El mundo-espacio, es lo abierto en la actividad técnica del hombre, y el hombre es aquel ente que se da a través de lo abierto en su quehacer. No hay un hombre primero que se dirige a un mundo pre-existente, dispuesto frente a él, en el que edifica su modelo habitacional. Hombre y mundo, hombre y espacio, sólo aparecen como tal en la relación de co-pertenencia que se da en la actividad técnica. No es baladí que en el significado propio del verbo Bauen, que significa “construir” y a la vez “habitar” resuena también el bin de ich bin (yo soy). “Construir” es un habitar que constituye el mismo ser del hombre. El lugar otorga la identidad a aquel que lo habita y, dependiendo de cuál sea este lugar, como se relacionen las cosas unas con otras y con el habitar, el hombre es uno u otro; no podemos hablar del mismo hombre si el lugar-mundo que habita y abre en su habitar, es el de los centros comerciales y las urbanizaciones-colmena, que si es el del Ágora y el campo de labranza.

Esta consideración del espacio por parte de Heidegger es necesariamente una consideración política. Político por cuanto, es el convivir de los hombres, en su mútua pertenencia al mundo, lo que genera el espacio que hace del hombre ser algo, y dispone el mundo para su ocupación. No en el sentido de que el espacio sea algo que primero se establece y posteriormente se ocupa con actividades, una de las cuales puede ser la política, sino en el sentido de que el espacio es ya, en sí mismo, lo político. Hay una co-pertenencia entre el hombre y el mundo, y el hombre y el espacio, de tal forma que ni uno ni otro pueden tomarse como lo que está frente al sujeto o a su alrededor, sino lo que se abre en la actividad del propio hombre, junto a otros hombres. En Ser y Tiempo escribe “El espacio no está en el sujeto, ni el mundo está en el espacio. El espacio está, más bien, «en» el mundo, en la medida en que el «estar-en-el-mundo», constitutivo del Dasein, ha abierto el espacio.»”3. El espacio y el mundo son siempre el espacio de una comunidad, el mundo de una comunidad: hombres que comparten un habitar-construir.

Es verdad que Heidegger no conecta explícitamente su concepto de espacio con el hecho político, pero no se puede obviar este ámbito en la filosofía heideggeriana al conectar las reflexiones sobre el Dasein en Ser y tiempo, con su posterior reflexión en torno al espacio y el habitar-construir humano. Puede que, como ha señalado Félix Duque, Heidegger evitase las connotaciones más “peligrosas” en su análisis del concepto de espacio. Pues es verdad que Raum significa propiamente hacer sitio, abrir un espacio, espaciar, liberar, hacer habitable un lugar, pero también la palabra apunta a otros significados que no son tomados en cuenta por Heidegger como los de extirpar de raíz, aniquilar, limpiar, romper, desgajar, abrirse paso abruptamente, lo que conecta, ha señalado Duque, con el significado se conserva en el castellano rozar, del latín ruptiare, romper, y que señala al ámbito del trato entre los hombres, tanto a un tratarse con cercanía, como o incluso a tener una discusión, o entrar asiduamente en conflicto.

Esto se ve claramente en los ejemplos que usa Heidegger para mostrar la apertura del espacio, como es el caso del puente de madera, pero también y sobre todo, el templo griego. Ambos ejemplos son comunitarios, construcciones que abren la relación entre los hombres y su habitar mundano, que establecen el espacio de la comunidad, del trasiego, de la comunicación, de la relación con otros hombres y lugares. El templo es, propiamente, un espacio para la congregación, para el establecimiento de normas, para la designación de lo sagrado y precisamente para el el establecimiento de la comunidad bajo el designio de un dios, esto es, de un límite. La dimensión política del espacio es evidente en el pensamiento de Heidegger cuando se piensa en profundidad, hasta tal punto que cabe comprender la filosofía heideggeriana, especialmente en su segunda etapa, como el intento de pensar un modo distinto de habitar el mundo, de generar un espacio para la comunidad que no fuera ya el que venía pre-establecido en el habitar moderno y que generaba ya situaciones insostenibles, comunidades insostenibles.


1Martin Heidegger, “Construir, Habitar, pensar” en Conferencias y Artículos, ed. Ives Zimmermann (Barcelona: Serval, 1994)
2Martin Heidegger, “La pregunta por la técnica,” en Conferencias y Artículos, ed. Ives Zimmermann (Barcelona: Serval, 1994), 18.
3Martin Heidegger. Ser y tiempo (Madrid: Trota 2003) 136.
4Martin Heidegger. Ser y tiempo (Madrid: Trota 2003) 136.

viernes, 26 de septiembre de 2014

La cólera de Aquiles.
Óscar Sánchez Vega

Hoy sabemos que lo que se conoce como “el paso del mito al logos” no es más que un esquema simplificador que poco tiene que ver con la realidad de lo acontecido en Grecia en el siglo VI aC. Ni el logos -el pensamiento racional- supone el fin del mito, ni los mitos griegos son irracionales o ilógicos. Sin embargo, sí es cierto que por aquel entonces surgen en Grecia nuevas palabras, nuevos conceptos, nuevos léxicos en definitiva, que, posteriormente, recibirán la denominación de “filosofía” y “ciencia”. Pero las simientes habían sido esparcidas tiempo atrás. Ya en el mundo homérico, en la Ilíada, podemos observar una incipiente búsqueda de nuevas formas de hablar y, por lo tanto, de pensar.

En el libro IX de la Ilíada, Áyax, Odiseo y Fénix, en calidad de embajadores, le piden a Aquiles que se reincorpore a la lucha, que vuelva con los aqueos y que acepte las disculpas que Agamenón, el jefe de los griegos, le ofrece. Aquiles había participado en la primera batalla de la Guerra de Troya pero se había retirado al sentirse ofendido por Agamenón cuando le arrebató su botín de guerra: Briseida, la hija de Briseo, la cual había pasado a ser su concubina. Los mensajeros son conscientes de que el rey había despreciado a Aquiles al arrebatarle su botín y traen consigo una humide súplica de perdón del rey supremo por la injusticia cometida con él, y la promesa de devolverle a Briseida y entregarle ricos presentes de oro, caballos, esclavos, muchas tierras y hasta su propia hija en matrimonio cuando regresaran a sus países de origen. Pero Aquiles se niega tajantemente a ceder, se siente ultrajado y no está dispuesto a combatir junto al resto de los aqueos. Los mensajeros quedan perplejos. Aquiles no se queja porque los regalos sean insuficientes sino porque la afrenta no puede ser reparada de este modo, porque el honor de un hombre no se mide por las recompensas que recibe. No es extraño que los mensajeros no lo entiendan pues Aquiles está enunciando una idea nueva, una forma de pensar que no tiene cabida en la Grecia arcaica. Aquiles está separando lo que para sus interlocutores es indiferenciado: el honor, por un lado y las recompensas por el otro. A pesar de que nosotros podemos comprender fácilmente que son cosas distintas esto no era así, en absoluto, para un griego de esta época. El honor no era algo distinto al reconocimiento social del mismo. Un hombre con honor tiene un papel preponderante en la batalla, en la asamblea y en las ceremonias públicas y es acreedor de regalos y privilegios. El honor consiste en eso: “vete ya a buscar / los regalos, pues a ti van a honrarte / los aqueos igual que a un dios”, dice Fénix, y añade “ que si en la guerra que varones mata / llegas a entrar sin tomar los regalos, / no serás ya estimado de igual modo / aunque hayas la guerra rechazado”. El hombre honorable es quien es reconocido como tal por el resto de la sociedad y tal reconocimiento se expresa mediante regalos y privilegios. Pero Aquiles dice otra cosa, algo que no acaban de comprender sus interlocutores: una cosa es el honor y otra las recompensas y privilegios que lo acompañan o, dicho de otro modo, una cosa es la Realidad y otra las Apariencias. Esta escisión entre las apariencias y la realidad no concuerda con la visión homérica del mundo y está en el origen del logos, del pensamiento racional.

Ahora bien ¿cómo es posible que Aquiles pueda siquiera enunciar esta nueva idea? Si asumimos la tesis de Lee Worf, que sostiene que el pensamiento es modelado por el lenguaje, la nueva idea no puede siquiera ser enunciada, pues la sintaxis y el vocabulario del griego arcaico no permiten tal posibilidad. Homero sencillamente no dispone de las palabras adecuadas para designar esta dicotomía. Sin embargo ideas semejantes comienzan a propagarse rápidamente durante el siglo VI aC. ¿Cómo es posible? ¿cómo es posible pensar lo que no puede ser dicho?

Paul Feyerabend niega que el lenguaje determine el pensamiento. La vida humana está sometida a múltiples factores de los cuales el lenguaje es sin duda uno de los más importantes, pero no el único. Los griegos de aquella época se vieron inmersos en procesos de cambio social que no alcanzaban a comprender del todo, pero que favorecieron una nueva forma de pensar caracterizada por la preponderancia de la abstracción sobre la experiencia concreta. Es la historia -no el lenguaje, ni la imaginación o inteligencia de algunos- quién explica mejor el advenimiento de una nueva cosmovisión. Algunos de los factores a tomar en consideración son los siguientes:

En política las relaciones familiares y de vecindad son sustituidas, con Clístenes, por el principio de isonomía, es decir, por una relación formal que establece la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. El dinero reemplaza al trueque en las transacciones económicas con todo lo que ello supone: la pérdida de atención al contexto y al detalle concreto, la emergencia de un nuevo tipo de realidad, una realidad abstracta, el dinero, que, en sí mismo, no es nada, pero puede cambiarse por todo tipo de bienes. Las relaciones entre los jefes militares y los soldados ya no son de camaradería sino que cada vez son más distantes e impersonales. Los dioses locales se fusionan en el curso de los viajes dando lugar a nuevas divinidades más poderosas pero menos humanas. Las máscaras del teatro imponen estereotipos fijos sobre el continuo de las expresiones faciales. El comercio favorece el conocimiento mutuo y el intercambio pero, por eso mismo, socava y debilita las idiosincrasias culturales. Todos estos procesos están iniciándose cuando el poeta escribe la Ilíada. El discurso de Aquiles es otro factor -uno más- que contribuye a este cambio que desemboca, en el siglo VI aC. en la constitución de un nuevo léxico -la filosofía- y una nueva cosmovisión.

Las palabras, poco a poco y de forma no intencionada, se hicieron cada vez más ambiguas y genéricas y la distinción entre Realidad y Apariencia pudo finalmente ser formulada y establecida. Esta nueva idea, desde una perspectiva racional-ilustrada, supone un importante paso adelante en la historia del pensamiento. Sin embargo Feyerabend, siguiendo la estela de Nietzsche, analiza con suspicacia todo este proceso: el pensamiento se hizo más abstracto y monótono, los ricos vocabularios que habían descrito con detalle la relación entre los seres humanos y el medio natural se empobrecieron y estandarizaron, muchos términos desaparecieron y otros redujeron su campo semántico. Algunas ideas, como la distinción que nos ocupa, contribuyeron a una reducción significativa de la riqueza de los léxicos y fomentaron, a la larga, un pensamiento más superficial y tedioso.  

jueves, 18 de septiembre de 2014

Holocausto vaca y el "Toro de la Vega".
Eduardo Abril Acero

Voy a decir una barbaridad: ¿qué culpa tendrán los ciudadanos de Tordesillas de que haya tanto pocopensante por el mundo? Parece ser que les ha tocado a ellos salir cada año en los medios de comunicación y en los muros políticamente correctos de todos los tuiteros y feisbuckeros de este país. Incluso ahora, nuestros políticos, que han visto el filón, también se meten a “romper una lanza por el Toro de la Vega”. Si uno fuera tonto, de veras creería, después de leer redes sociales, telediarios matutinos y periódicos nacionales, que el día que prohiban el Toro de la Vega, al fin triunfará la paz y la felicidad en el reino animal. Tengo entendido que algún ciudadano de Cataluña se ha creído justo eso, que después de prohibir las corridas de toros en su territorio, a los caballos les han crecido crines de colores y a las vacas les han salido manchas moradas.

Pero a poco que uno tenga un poco de olfato, caería en la cuenta que aquí hay una operación ilustrada “a lo Kant”. Me explico: como sabemos, este filósofo, creyó que entre tanto batiburrillo de conocimientos, era necesario cortar unas cuantas cabezas intelectuales, para salvar las que de verdad valen la pena: ¡deshagámonos de la metafísica para salvar la ciencia! Decía el de Königsberg. Este gesto, en cierta forma era la misma operación que los burgueses franceses llevaron a cabo en la aclamada Revolución: gritaban “¡cortémosle la cabeza al rey y acabemos con las tradiciones irracionales!, añadiendo sólo de pensamiento “¡si con eso aumentamos nuestros negocios!”. Y les salió a pedir de boca a estos ilustrados burgueses, puesto que pocos años después de que las turbas conquistaran la Bastilla al grito de “libertad, igualdad, fraternidad”, estos mismos revolucionarios estaban cosiendo telas y apretando tuercas en fábricas por sueldos miserables; pero eso sí, ya conscientes de que arbeit mach frei (¡toma invento!).

Pues con esto del maltrato animal, ocurre justito lo mismo: algunos han pensado que merece la pena que las iras animalistas de los ciudadanos se descarguen contra estas tradiciones españolas tan bárbaras, como son las del Toro de la Vega y otras muchas de las que no se dice ni mu (nunca mejor no dicho), si con eso, otros asuntos son salvaguardados, a saber, los de la industria de la muerte organizada: la todopoderosa industria alimentaria, la todopoderosa industria farmacéutica, la todopoderosa industria cosmética. Y no es que no me preocupe el sufrimiento del Toro de la Vega, de todos los toros de todas las vegas, pero entiéndaseme en esto: todo este revuelo alrededor de esta tradición cruel del pueblo castellano, igual que la análoga corriente imparable de antitauromaquia, me suena a lo mismo que si, para acabar con el exceso de Co2 atmosférico hiciéramos una campaña contra el uso de las barbacoas dominicales. Y es que, me huele a cuerno quemado que sean las fiestas tradicionales de los pueblos, ya sea el Toro de la Vega o todos los Bous al carrer, al aigua, embolats o del aguardiente, esto es, la vida cotidiana de los ciudadanos que se expresa en sus tradiciones (entre otras cosas), la que al final tenga que pagar el pato. Y con eso no estoy argumentando en favor de ninguna muerte de ningún animal en ninguna vega.

Para que se me entienda un poco más pongo aquí unos datos (1). La industria cosmética europea usó en el año 2008 para experimentación 24,199 perros, 312.681 conejos, 649.183 aves y 10.449 monos. Los experimentos que se hacen con estos animales para producir cosas como cremas hidratantes, mascarillas, pinturas cosméticas, cremas solares.. etc, me los voy a ahorrar para no herir la sensibilidad del lector, incluidos los de Tordesillas. Y es más, si estas cifras se comparan con las del 2005 descubrimos que en España este genocidio animal ha aumentado más de un 51% (me gustaría saber a partir de qué año la cuestión del Toro de la Vega empezó a convertirse en un tema nacional). Estas cifras ya nos dan cuenta de dónde está el verdadero problema, si en ese pobre animal que muere cada año acosado por los mozos de Tordesillas, o en la cantidad de bestias que son convertidas en cifras junto a otros cientos de miles de animales, para poder llenar las estanterías del "Bodichop" de ungüentos mágicos.

Y no sólo hablemos de la industria cosmética, aunque parece que es la que más nos duele. Otra industria empeñada en cosificar al animal a través de un auténtico holocausto es la industria alimentaria. Las fábricas de carne, que sin duda es lo que son las empresas cárnicas, no tratan a los animales como eso, animales, sino como productos inertes, objetos de manipulación, cosas destinadas al consumo y la rentabilidad, haciéndolos ingresar desde su nacimiento en una cadena de engorde y sacrificio en la que no hay ninguna parte del proceso que no sea en sí misma tortura. Para ponernos en situación: “Las terneras en explotación intensiva son las hijas e hijos de las vacas explotadas por la industria lechera. Se las separa de su madre entre 3 y 8 días después de su nacimiento, provocando un terrible trauma a ambas. Después son vendidas a criadores profesionales. Son aisladas en diminutos cajones donde se les inmoviliza y donde recibirán una alimentación artificial pobre en hierro formada por, leche en polvo, vitaminas, minerales, azúcar, antibióticos y fármacos para el crecimiento. Estas medidas van encaminadas a conseguir una carne blanca y blanda, (gracias a la anemia y al atrofiamiento muscular por falta de movimiento), y a una búsqueda de optimización de los costes de alimentación del ternero (pues al no moverse no quema calorías y engorda más deprisa). En esta situación, que durará varios meses (según considere oportuno el ganadero para su beneficio económico), el ternero padece graves problemas psíquicos y físicos. Podemos imaginarlo con facilidad, son solo bebés apartados de su madre que viven una corta vida de penurias aislados y sin apenas poder moverse, cuando en libertad corretean, se tumban cómodamente en la hierba, se relacionan con su madre, juegan con otros terneros y hacen todo aquello que les hace felices”(2). Así se consigue convertir a los animales en meras cosas listas para ser empaquetadas.

Se me espetará que por lo menos, en este asunto, de lo que se trata es de producir los alimentos necesarios para la sociedad, que es un mal necesario, que no podríamos abastecer a la población mundial de carne si no es utilizando estos procedimientos fabriles de campo de concentración. Pero ciertamente este argumento es falso, completamente falso. Sólo hay un motivo para el mantenimiento de esta industria: que es muy rentable. Es la gallina de los huevos de oro, pues los animales son, para la industria cárnica, una verdadera máquina de generar rentabilidad: por un lado metes mierda y por el otro salen paquetitos de carne envasada al alcance de todos los bolsillos. Actualmente es económicamente menos gravoso alimentarte de productos de origen animal que consumir cereales, frutas y verduras frescas. Pero también, claro está, es abiertamente mucho más perjudicial para la salud, claro que del coste sanitario ya se ocupan los propios contribuyentes, no las empresas cárnicas, que hacen caja limpia. Si volviéramos a la explotación tradicional de granjas donde los animales tienen una existencia aceptable y se sacrifican aquellos que la naturaleza y el ciclo de las estaciones va permitiendo, lo que se considera agricultura ecológica, seguramente el precio de la carne aumentaría a la par que disminuiría, por evidentes razones, su consumo. Los beneficiados seríamos los consumidores de alimentos, que adecuaríamos el consumo de carne a nuestras necesidades reales, mejorando notablemente la salud pública y, por supuesto, el gasto sanitario (que también pagamos nosotros). Pero claro, los perdedores serían sin duda la industria cárnica, despojada de su máquina de hacer billetes, pues las granjas de ganadería ecológica, en las que no se maltrata a los animales, serían mucho menos rentables que las fábricas de producción intensiva. Por todo esto, no cabe esgrimir el argumento de la necesidad para salvar a la industria alimentaria, la farmacéutica o la cosmética, y distinguirla de las tradiciones populares, crueles en sí mismas, pero no menos que la maquina de producción de cadáveres.

Creo firmemente que todo este movimiento antitaurino, y “antitodoslostorosdelavega” está avalado por los mismos que están interesados en perpetuar la industria del maltrato animal, situando el maltrato del lado del ciudadano y alejándolo de la aséptica maquinaria de producción de billetes cuyos productos, sean cremas cosméticas o suculentas salchichas, ni gritan ni sangran. Se pone la moral, al fin y al cabo, del lado del ciudadano que está obligado a tener un comportamiento adecuado, o pasar por un vil maltratador, y se deja el campo libre a la industria, exenta de valoraciones morales, pues parece que su único cometido es el del servicio público.

En conclusión, si se trata de buscar una relación distinta con los animales, se me ocurre por dónde deberíamos empezar. Si se trata de seguir manteniendo las cosas como están y lavar un poco nuestras conciencias, para mantener intacto el problema, sigamos todos rompiendo lanzas contra el Toro de la Vega.

1 Fuente:  http://www.animanaturalis.org/p/1476
2 Fuente: http://www.granjasdeesclavos.com/vacas/explotacion